miércoles, 24 de mayo de 2017

La bolsa de caramelos



Los primeros días se hicieron eternos. Era ir, anticiparse al desapego en el camino, quedarse, llorar mucho. Suena difícil reconocer un lugar desconocido. Y más aún cuando es desconocido en todos los sentidos: el espacio, la gente, los sonidos, las caras que se lamentan a lágrima viva con aquella tristeza de niños que se sienten abandonados. 

Cristian observa, inspecciona, se pone las manos en los bolsillos del delantal nuevo que su abuela le compró el día anterior, y mira con un dejo de intriga y curiosidad. En el fondo intuye que pronto se quedará solo. Bueno, "solo" es un decir. Había gente más grande que se hacían llamar profes y seños, que cantaban canciones, se mostraban simpáticos y tiraban sonrisitas al aire mientras él, aferrado a la cintura de su mamá, se arrepentía de haber puesto un pie en esa trampa mortal. 

Los otros que había eran parecidos a él. Bajitos, con guardapolvo, mochila y cara de asustados. Algunos lloraban, otros sólo miraban. Cristian se debatía si llorar o mirar. O llorar mirando. O mirar llorando. Tenía dos cosas: miedo y una única certeza. Estando ahí, la mano de su mamá le concedería confianza y unos cuantos motivos para quedarse. Lo que los demás no sabían es que él no quería irse porque sí, porque se le había ocurrido, por "caprichito". Lo que los demás no sabían es que no quería quedarse porque tenía asuntos importantísimos que atender en su casa. Había cosas de las que debía ocuparse para ayudar a su mamá. 

Un día, después de un par de semanas de mañanas angustiosas, Miguel, el profe, se acercó a Cristian:
-¿Sabés con qué se cura la tristeza? - le dijo con una ternura inocente mientras una de sus manos le acariciaba la mejilla. Cristian lo miró esperando escuchar el secreto que sirviera para quitarse las lágrimas de encima. 
-Con caramelos... Unos cuantos caramelos y ¡puf! la tristeza desaparece como por arte de magia...- le respondió mientras sacaba de su bolsillo un puñado de caramelos que llevaba escondidos. 

Cristian le devolvió una sonrisa tímida mientras se guardaba los caramelos en el guardapolvo. Ese día volvió a su casa, le dijo a su mamá que porfa, que le cocinara salchichas con puré que son sus preferidas en el mundo entero y que también porfa, fueran a visitar a la tía a la hora de la merienda. Y que no sabés, el profe Miguel contó dos cuentos geniales sobre animales y que el mejor era el león porque era el rey de la selva...

Su estadía en el jardín con juegos y nuevos amigos lo convencieron para quedarse sin lamentarse demasiado. Cristian dejó de llorar y empezó a disfrutar. Aunque cada vez que veía llegar a su mamá que lo venía a buscar, no podía evitar una sonrisa y unas ganas inmensas de salir a su encuentro. 

Una mañana llegó, como siempre, pero no quiso quedarse. No quiso quedarse porque nuevamente aparecieron las "cosas" de las que debía ocuparse él, con apenas 5 años. Los profes le hablaban, lo invitaban a jugar, a participar de la ronda, a hacer piruetas. Él sólo lloraba desconsoladamente, como quien tiene el corazón partido en dos. Ese día se quedó en un rincón, lamentando no poder estar en su casa, mientras  sólo se le venían a la mente recuerdos del día anterior que le hacían doler la panza. 

Había ido junto a su mamá a visitar a su tía que vivía en la casa de al lado. Todo parecía tranquilo hasta que se acercaron a la puerta, y detrás de ella pudo escuchar los gritos que venían de adentro. Sabía que esos eran ruidos de golpes, de gente que se pelea, de vidrios y cosas que se tiran y se rompen. Y lastiman. Cómo lastiman. No se acordaba de cuántas veces había visto eso. Su tía, intentando defenderse, su tío enfurecido, con una rabia que le salía por los ojos, su mamá parada frente a la puerta tomándolo fuerte de la mano. De esa mano que tanto le costó soltar en el jardín. Él, con el corazón asustado. Como ese instante en el que el profe Miguel lo sostuvo en un abrazo y le dijo que todo iba a estar bien. 

Al día siguiente, volvió a su casa después del jardín y preparó una bolsita con unos cuantos caramelos que todavía tenía escondidos abajo de su almohada. Esperó la visita casi diaria a la casa de su tía y, después de mirarla detenidamente, buscando indicios en su rostro golpeado, examinando sus manos heridas y reconociendo algunas lágrimas que intentaba disimular, le susurró: 

-Tía, ¿sabés con qué se cura la tristeza?

martes, 2 de mayo de 2017

Soledad



El viejo de la esquina me ve desde lejos. Suspira. Mis pelos atolondrados por el tirón de la correa de mi perra, mis piecitos que se mezclan entre el colchón de hojas otoñales y yo, que vengo detrás, rasguñando el aire mientras me tropiezo con mis cordones -todavía no entiendo por qué al talle 35 le ponen cordones de dos metros-.

El viejo de la esquina me ve que me acerco con una zapatilla agonizando, las bolsitas de la caca de mi perra y yo, que vengo detrás, casi sin aire. Cuanto más me arrincono a su esquina repleta de viejos electrodomésticos derribados por el tiempo y a su colección de bicicletas, más esquiva mi mirada. Ya no me ve, sólo espía de reojo por si se me ocurre acercarme excesivamente, supongo.

Pienso en el exceso y en el acercamiento. ¿Acaso imagina que con mis pies, perpetuos infantes, sucumbiré su reino de cachivaches antiguos, llevándome puesta alguna cocina de la prehistoria? ¿O piensa que soy una pesada que lo saluda a diario con la ilusa convicción de generar una amistad fraternal? Su perro también me mira - nos mira -. Pero me ignora - nos ignora -. Tal como lo hace el viejo, disimulando su mirada seria detrás de la heladera del siglo XV que atraviesa mi camino, junto con las hojas otoñales y los malditos cordones infinitos.

Mis pelos no conocen de ubicación correcta, ni dirección indicada -menos a las 8 de la mañana-. Mi cabeza, inevitablemente toda mi cabeza, será una peluca mal colocada. En ese instante siempre pienso que no quiero pensar en cómo me veo. Y no puedo, no puedo con mi genio de amabilidad empalagosa y lo saludo con crines, en vez de cabello, y una melena matutina que espanta a más de uno. Le sonrío, tímida, con un hola que se asemeja más a una disculpa incómoda que a un buen día motivador. Me responde, sí. Pero con un hola más cortado con un hacha que con tijerita de uñas.

Yo sigo caminando, convencida de que le saqué una palabra a ese corazón tapiado y hermético. Y después me pongo a pensar -imaginar- su historia, en todos los días que lo veo en la misma esquina, solitario, con su perro que se llama Lobo, y que no azarosamente es igual a él. Adoptó la misma nostalgia en su mirada y en su andar pausado, propio de un hombre calmo y sabio que conoce de despedidas inevitables y del achaque del tiempo.

Cada  vez que lo veo, improviso una historia distinta. Que es viudo, que tuvo que aprender a convivir con la soledad de la vida y de los años que pasan; que es un ciclista empedernido que no sabe otra cosa que querer a su compañera de dos ruedas y a su perro fiel; que es un viejo decrépito que me saluda por obligación, balbuceando internamente groserías; que fue un galán que supo conquistar a las más bellas mujeres en sus años mozos y hoy sólo sabe disfrutar de la soltería congénita que le corre por las venas.

Lo veo. Lo veo por la mañana y por la tarde. Con su radio destartalada tomando mates mientras tararea alguna canción. Hoy pasé cerca, como siempre, mientras alcancé a escucharlo: "Yo no quiero que nadie se imagine cómo es de amarga y honda mi eterna soledad..."

Y la imaginé. Amarga y honda.
Como su mirada. Como su perro Lobo. Como su canción.