lunes, 13 de febrero de 2017

Sobrevolar


-¿Qué estoy haciendo acá?- dije casi en voz alta, como tantas otras veces en las que la encrucijada entre pensar y decir, entre guardar y sacar, entre mentir y soltar me atrapa. 

"¿Quién me manda a hacer esto?", pensé esta vez; decirlo quedó relegado. Y pensarlo fue suficiente entre el movimiento de las nubes, y el cielo nocturno que caía con chispas de agua por Buenos Aires. 

Y yo, tan ansiosa, tan inocente y tan dramática también, me sumí en un remolino de emociones. Me hechizó el sonido de los pasos en la fila, las valijas andando, los besos ostentosos que son de despedida, porque el adiós y el hasta luego en un aeropuerto está siempre repleto de ternura. Busqué las manos estrechadas de la gente que llegaba en familia, los ojos cansados, el sueño de la madrugada y de la espera del pre-embarque.

Existe una milésima de segundos o, quizás, siendo exagerada, existe un segundo, en el que la sensación de tener los pies en la tierra y la de volar se escinden por completo. Ya nada nos sostiene, sólo la inconmensurable ilusión de creer que el cielo podría ser nuestra pista de baile, nuestra cama elástica, nuestro colchón. 

A partir de ahí, los nervios consumirían mi tiempo y mi energía. El miedo se esconde en el pasillo, entre el ruido de las turbinas, las ventanas diminutas, mis manos frías y la voz del parlante que me avisa que el asiento, que el salvavidas, que el cinturón de seguridad. Y yo tiemblo, y pienso que nunca más vuelvo a hacer esto. Que a mi dame algo más concreto, que tardaré tres días pero yo la próxima me tomo un colectivo, que qué es esta locura de andar quedándote sin aliento cuando despegás y aterrizás. 

Después me acordé de las despedidas. De irme de un lugar y llegar a otro, con la noticia prevista de que alguien aguarda mi llegada. De volver a irme y saber que en otro punto de esta inmensidad, alguien más también me espera. De irme para volver y de volver a irme. Con o sin los pies en la tierra. Pero siempre palpitando un encuentro. El encuentro.

La voz anuncia nueve grados centígrados y, sin embargo, mis manos están cálidas. 

-Al fin... - dije casi en voz alta, como tantas otras veces en las que la encrucijada entre pensar y decir, entre guardar y sacar, entre mentir y soltar me atrapa.