martes, 12 de diciembre de 2017

Mudanza

Rajamos a escribir hacia otros lados:
https://sismicamente.wordpress.com
[La misma locura potenciada ♡]

martes, 10 de octubre de 2017

En voz baja


En esa puerta color gris parece que se instaló la tristeza. No quiero tocar el timbre por miedo, quizás, a hacer mucho ruido y despertarla. Entro, discretamente, y el silencio -silencio atroz- me retumba en los oídos. Hasta las plantas parecen susurrar para no interrumpir la calma. 

-Vení, pasá... creo que está durmiendo ahora.

En el ambiente sólo se escucha el sonido de los pasos sobre el piso de madera que cruje. Y yo, que respiro, nerviosa, mientras atravieso las habitaciones que supieron ser alguna vez lugar de encuentro, música y ruido. Pero ya no. Porque por aquella puerta gris se instaló la tristeza y es necesario hablar en susurros para que no se desvele.

Camino, como quien lleva una venda en los ojos y sabe con precisión cuál es el recorrido. Caigo en la cuenta de que estoy mirando, que estoy despierta, que esto no es un sueño y que en esa cama se encuentra un cuerpo que reposa y que ojalá sí esté soñando con alguna historia bella que le haga sonreír. 

La saludo, deseando que me escuche, y la miro mientras la recuerdo con sus grandes ojos negros encendidos. Claudia ya no es la misma. Su cuerpecito apenas llega a cubrir una parte del colchón, y sus grandes ojos negros están cerrados, descansando. Me acuerdo de su voz, tan tranquila y suave; de su mirada profunda, de sus palabras pausadas que empezaron a quebrarse después de la enfermedad. Emma, su nieta, se trepa sobre la cama y alcanza a acariciarla despacito, con esa dulzura que los niños entienden muy bien. Le da un beso en la frente y la mira, como esperando que le hable de repente y le diga que se prepare, que ella la va a llevar al jardín. 

Su inmensa biblioteca guarda los libros que me prestó, los autores que le gustaban y las historias que leía con avidez. Me hizo descubrir a Clarice Lispector y la belleza que guardaban sus crónicas, Boris Vian y el arrancorazones, Murakami y Tokio Blues. Cocinaba sano y rico, bailaba con ganas, sonreía con más. Llevaba los lentes colgando sobre su cuello con una cadena, usaba camisas escocesas y vivía pensando en viajar. Y pensaba tanto en eso que siempre tenía un nuevo destino en mente para contagiarle a los demás sus ganas de salir a recorrer el mundo. 

Nos sentamos y nos quedamos al costado de la cama, invocando su presencia. Ella está pero no: duerme un sueño profundo del que sólo a veces se despierta. ¿En qué estarás pensando, Clau? ¿Qué es eso que sentís y no podés expresar sino con tu mirada y tu respiración? Los días te sacaron la sonrisa y las palabras pero siempre serás luz. Te deseo besos de nieta y viajes infinitos, libros con historias que te iluminen y el amor eterno de la familia que te acompaña. 

La vida, a veces es de color gris, como la puerta, y habla en voz baja, como la tristeza. 


lunes, 11 de septiembre de 2017

Cuestión de fé


Yo no sé ustedes pero a veces pierdo la fé. Me sumerjo en un limbo reflexivo del que me cuesta salir fácilmente, y la pierdo. La pierdo con un suspiro ahogado de lágrimas internas, con desesperanza y desilusión. 

Cuando era chica y me sentía mal quería convertirme en bichito de luz, en mariposa o en vaquita de San Antonio. Me imaginaba llamando la atención de la gente en la oscuridad, coqueteando con mis alas adornadas de colores o posándome con aires de simpatía sobre la cabeza de alguien para desearle buena suerte. Después me di cuenta que eso implicaba ser también muy frágil. En un abrir y cerrar de ojos alguien podría deshacerse de mí como si nada, extinguir mi fulgor, prohibirme volar o incluso pisarme con un simple movimiento. 

El mundo, este mundo, lastima. Miseria, enfermedad, violencia, falta total de empatía, competitividad, vidas de mentira, simulaciones de cartón, cuerpos de plástico, escasez de abrazos, niños que deambulan como almas en pena. Un mundo que puede convertirse en enemigo de todo lo lindo que tiene: puede ser sólo oscuridad, puede quebrantar la ilusión, puede eliminar la vida. 

Un arsenal de preguntas me invaden cuando pienso en esto: ¿Qué hay que hacer? ¿Qué queda por hacer para cambiar la realidad que a veces me apabulla y me deja perdiendo la alegría? ¿Qué queda por hacer ante los cobardes que se la pasan criticando y odiando, enfermos de un fanatismo que les corre en la sangre fría? ¿Qué hacer frente al ataque frenético de gente que piensa que puede pisar, quebrar y eliminar? ¿Qué hacer si me siento pequeña ante un mundo amenazante que a veces sólo me transmite desprecio? ¿Dónde guardo la quimera que en algún momento creí real?

Yo no sé ustedes pero a veces pierdo la fé. Me sumerjo en un limbo reflexivo del que me cuesta salir fácilmente, y la pierdo. Hay días en que no puedo evitar sentirme como ese animalito que se desespera porque aunque brille, vuele o acaricie, su corazón termina siendo dañado. Pero no tengo dudas: lo frágil y sensible de un bichito de luz también alumbra el camino. 


lunes, 10 de julio de 2017

El cliché



Existe un momento preciso en una conversación entre amigas, en el que una le dice a la otra que quiere su opinión. Pero no lo dice así, como si fuera cosa de comentar sobre el clima u otras nimiedades. Se acomoda, se impone con una voz que no pide, sino que exige, busca las palabras adecuadas y entre guiños cómplices le echa una mirada compasiva, mientras espera escuchar la respuesta que ella desea. 

-Mi opinión es que me parece un gil.. Además, ¿cómo te bancás todo esto así nomás?- se escucha de repente, con furia, con recelo, hasta con un retumbe de tambores previos acompañando el dictamen final. Pero la embestida continúa:
-No, no, no, amiga... le estás errando feo. A mi disculpáme, pero la verdad es que pienso que estás enamorada de una ilusión.

"A mi disculpáme", dice encima, la muy forra. Claro. Porque vos no estás en mi lugar, claro, claro. Si a vos se te dio siempre tan fácil... Y sí, así cualquiera dice lo que dice, ¿no? Después de todo, ¿de qué me sirve su opinión? Si ella no lo conoce como yo, no sabe cómo es, las cosas que me dice cuanto estamos solos, lo que me promete, lo que siente conmigo, que soy especial, que no me quiere perder, que se la pasa pensando en mí... La verdad que no sé para qué le pedí opinión si ya sabía que me iba a venir con toda esta cadena repetitiva de que es un tarado, de que tengo que dejarlo, que me hace mal, que todos los días lo mismo...

Y no conforme con ello, la sabihonda, víctima de las palabras volcánicas, siguió diciendo:

-Mirá, amiga, ¿sabés qué pasa? Que vos al flaco lo perdonás como si nada, todo el tiempo. Venís, te quejás, llorás un rato, por momentos lo odiás, después lo volvés a amar y te convencés de que es el amor de tu vida, y así hasta el infinito...

Justo ahí, en ese momento de choque fatal con la realidad, todas nos queremos levantar. Levantarnos y llorar solas. Levantarnos y dejar a esa amiga que pobre, nos quiere ver bien, pero que no sabe cómo hacerlo. Porque no podemos aceptarlo. Levantarnos y que sea un sueño. Un mal sueño, de esos que te encuentran a mitad de la noche pensando en el amor. Sin darnos cuenta de que el amor es un cliché. Un cliché que no depende sólo de nosotros (y eso es lo que cuesta aceptar), un cliché  de individualidades conjuntas que deciden y eligen amarse. Un cliché egoísta porque pensamos que podemos obligar al otro a que nos ame de la misma manera. Un cliché abarrotado de situaciones que se repiten, de escenarios similares, de paisajes románticos aunque no lo sean tanto, de personajes que aman y se desenamoran, sufren, se lastiman, vuelven a quererse, a sentirse, a recordarse.

Y por ahí, quién sabe, el tiempo, sanador y milagroso, hace que una foto guardada en un cajón olvidado te haga sonreír, invocando momentos de historias pasadas que fueron felices.

El amor es un cliché. Un cliché pero sin connotación negativa. Es un cliché que nos enseña a ser más sabios, a entender, a saber lo que queremos y con lo cual no negociamos definitivamente. Porque, como leí en algún lado: "Sé que puedo vivir sin vos, pero elijo y deseo vivir con vos".



viernes, 30 de junio de 2017

Mapamundi



Tenerte de espalda es el inevitable derrumbe de mis perspectivas. Ya no te miro a los ojos, sino que me reconozco en el cúmulo de destinos que voy trazando con mis dedos y que me permiten viajar de un punto a otro casi sin darme cuenta. No existen apuros ni esperas. No existe el tiempo porque estamos cerca, tan cerca que mis manos alcanzan a acariciar lo más profundo de tus miedos, guardados en secreto. 

Tan cerca como el día en que te pedí más hielo y me dijiste que cómo no, que a mí me bajabas la luna. Y te reíste como te reís cuando querés confirmar que es una broma, para que nadie te tome muy en serio. Pero mi cabeza pensó que quizás, si te insistía, me bajabas la luna, y las estrellas, y me creaba una constelación tan grande como la que veo todas las noches en que me das la espalda.

Y que me des la espalda - tu espalda - ya no me significa una consonante de amor perdido en algún día gris, sino más bien, la eternidad comprendida en un ínfimo espacio que me regalás sin siquiera saberlo. Porque dibujar sobre tu espalda es como recorrer un mundo olvidado, saborear la belleza de lo simple, celebrar el encuentro y mirarte como pocos sabrán hacerlo.

Dejame viajar sobre tu espalda. Sin mochila. Sin prisa. Sin destino. Pero con la misma ilusión que llevan guardadas las ganas de conocer horizontes nuevos. 


miércoles, 24 de mayo de 2017

La bolsa de caramelos



Los primeros días se hicieron eternos. Era ir, anticiparse al desapego en el camino, quedarse, llorar mucho. Suena difícil reconocer un lugar desconocido. Y más aún cuando es desconocido en todos los sentidos: el espacio, la gente, los sonidos, las caras que se lamentan a lágrima viva con aquella tristeza de niños que se sienten abandonados. 

Cristian observa, inspecciona, se pone las manos en los bolsillos del delantal nuevo que su abuela le compró el día anterior, y mira con un dejo de intriga y curiosidad. En el fondo intuye que pronto se quedará solo. Bueno, "solo" es un decir. Había gente más grande que se hacían llamar profes y seños, que cantaban canciones, se mostraban simpáticos y tiraban sonrisitas al aire mientras él, aferrado a la cintura de su mamá, se arrepentía de haber puesto un pie en esa trampa mortal. 

Los otros que había eran parecidos a él. Bajitos, con guardapolvo, mochila y cara de asustados. Algunos lloraban, otros sólo miraban. Cristian se debatía si llorar o mirar. O llorar mirando. O mirar llorando. Tenía dos cosas: miedo y una única certeza. Estando ahí, la mano de su mamá le concedería confianza y unos cuantos motivos para quedarse. Lo que los demás no sabían es que él no quería irse porque sí, porque se le había ocurrido, por "caprichito". Lo que los demás no sabían es que no quería quedarse porque tenía asuntos importantísimos que atender en su casa. Había cosas de las que debía ocuparse para ayudar a su mamá. 

Un día, después de un par de semanas de mañanas angustiosas, Miguel, el profe, se acercó a Cristian:
-¿Sabés con qué se cura la tristeza? - le dijo con una ternura inocente mientras una de sus manos le acariciaba la mejilla. Cristian lo miró esperando escuchar el secreto que sirviera para quitarse las lágrimas de encima. 
-Con caramelos... Unos cuantos caramelos y ¡puf! la tristeza desaparece como por arte de magia...- le respondió mientras sacaba de su bolsillo un puñado de caramelos que llevaba escondidos. 

Cristian le devolvió una sonrisa tímida mientras se guardaba los caramelos en el guardapolvo. Ese día volvió a su casa, le dijo a su mamá que porfa, que le cocinara salchichas con puré que son sus preferidas en el mundo entero y que también porfa, fueran a visitar a la tía a la hora de la merienda. Y que no sabés, el profe Miguel contó dos cuentos geniales sobre animales y que el mejor era el león porque era el rey de la selva...

Su estadía en el jardín con juegos y nuevos amigos lo convencieron para quedarse sin lamentarse demasiado. Cristian dejó de llorar y empezó a disfrutar. Aunque cada vez que veía llegar a su mamá que lo venía a buscar, no podía evitar una sonrisa y unas ganas inmensas de salir a su encuentro. 

Una mañana llegó, como siempre, pero no quiso quedarse. No quiso quedarse porque nuevamente aparecieron las "cosas" de las que debía ocuparse él, con apenas 5 años. Los profes le hablaban, lo invitaban a jugar, a participar de la ronda, a hacer piruetas. Él sólo lloraba desconsoladamente, como quien tiene el corazón partido en dos. Ese día se quedó en un rincón, lamentando no poder estar en su casa, mientras  sólo se le venían a la mente recuerdos del día anterior que le hacían doler la panza. 

Había ido junto a su mamá a visitar a su tía que vivía en la casa de al lado. Todo parecía tranquilo hasta que se acercaron a la puerta, y detrás de ella pudo escuchar los gritos que venían de adentro. Sabía que esos eran ruidos de golpes, de gente que se pelea, de vidrios y cosas que se tiran y se rompen. Y lastiman. Cómo lastiman. No se acordaba de cuántas veces había visto eso. Su tía, intentando defenderse, su tío enfurecido, con una rabia que le salía por los ojos, su mamá parada frente a la puerta tomándolo fuerte de la mano. De esa mano que tanto le costó soltar en el jardín. Él, con el corazón asustado. Como ese instante en el que el profe Miguel lo sostuvo en un abrazo y le dijo que todo iba a estar bien. 

Al día siguiente, volvió a su casa después del jardín y preparó una bolsita con unos cuantos caramelos que todavía tenía escondidos abajo de su almohada. Esperó la visita casi diaria a la casa de su tía y, después de mirarla detenidamente, buscando indicios en su rostro golpeado, examinando sus manos heridas y reconociendo algunas lágrimas que intentaba disimular, le susurró: 

-Tía, ¿sabés con qué se cura la tristeza?

martes, 2 de mayo de 2017

Soledad



El viejo de la esquina me ve desde lejos. Suspira. Mis pelos atolondrados por el tirón de la correa de mi perra, mis piecitos que se mezclan entre el colchón de hojas otoñales y yo, que vengo detrás, rasguñando el aire mientras me tropiezo con mis cordones -todavía no entiendo por qué al talle 35 le ponen cordones de dos metros-.

El viejo de la esquina me ve que me acerco con una zapatilla agonizando, las bolsitas de la caca de mi perra y yo, que vengo detrás, casi sin aire. Cuanto más me arrincono a su esquina repleta de viejos electrodomésticos derribados por el tiempo y a su colección de bicicletas, más esquiva mi mirada. Ya no me ve, sólo espía de reojo por si se me ocurre acercarme excesivamente, supongo.

Pienso en el exceso y en el acercamiento. ¿Acaso imagina que con mis pies, perpetuos infantes, sucumbiré su reino de cachivaches antiguos, llevándome puesta alguna cocina de la prehistoria? ¿O piensa que soy una pesada que lo saluda a diario con la ilusa convicción de generar una amistad fraternal? Su perro también me mira - nos mira -. Pero me ignora - nos ignora -. Tal como lo hace el viejo, disimulando su mirada seria detrás de la heladera del siglo XV que atraviesa mi camino, junto con las hojas otoñales y los malditos cordones infinitos.

Mis pelos no conocen de ubicación correcta, ni dirección indicada -menos a las 8 de la mañana-. Mi cabeza, inevitablemente toda mi cabeza, será una peluca mal colocada. En ese instante siempre pienso que no quiero pensar en cómo me veo. Y no puedo, no puedo con mi genio de amabilidad empalagosa y lo saludo con crines, en vez de cabello, y una melena matutina que espanta a más de uno. Le sonrío, tímida, con un hola que se asemeja más a una disculpa incómoda que a un buen día motivador. Me responde, sí. Pero con un hola más cortado con un hacha que con tijerita de uñas.

Yo sigo caminando, convencida de que le saqué una palabra a ese corazón tapiado y hermético. Y después me pongo a pensar -imaginar- su historia, en todos los días que lo veo en la misma esquina, solitario, con su perro que se llama Lobo, y que no azarosamente es igual a él. Adoptó la misma nostalgia en su mirada y en su andar pausado, propio de un hombre calmo y sabio que conoce de despedidas inevitables y del achaque del tiempo.

Cada  vez que lo veo, improviso una historia distinta. Que es viudo, que tuvo que aprender a convivir con la soledad de la vida y de los años que pasan; que es un ciclista empedernido que no sabe otra cosa que querer a su compañera de dos ruedas y a su perro fiel; que es un viejo decrépito que me saluda por obligación, balbuceando internamente groserías; que fue un galán que supo conquistar a las más bellas mujeres en sus años mozos y hoy sólo sabe disfrutar de la soltería congénita que le corre por las venas.

Lo veo. Lo veo por la mañana y por la tarde. Con su radio destartalada tomando mates mientras tararea alguna canción. Hoy pasé cerca, como siempre, mientras alcancé a escucharlo: "Yo no quiero que nadie se imagine cómo es de amarga y honda mi eterna soledad..."

Y la imaginé. Amarga y honda.
Como su mirada. Como su perro Lobo. Como su canción.





domingo, 19 de marzo de 2017

De ruido y de silencio


El comienzo siempre es tranquilo, con algunos síntomas, claro. "Descansá mucho que es normal que te sientas cansada", te dicen los que saben y los que no también. Un día te levantás y tu cuerpo ya no es el mismo. Ni tu cuerpo, ni tu cabeza, ni tus ganas de comer o de dormir. "Yo pensé que estar embarazada era como en las películas", me dice Belén, una amiga. "Que te veías re diosa, con vestidos divinos y la panza que se asoma".

La entiendo. Yo también me imagino embarazada como las modelos de las revistas, mostrando sus piernas kilométricas y una panza que deslumbra en todas las fotos artísticas. Me lo imagino. Aunque nada más lejos que eso. Si nos embarazamos que sea real, por favor. 

Real. Como las más de 40 semanas que Belén llevó su panza a cuestas. Palpitando los últimos meses con un verano insoportable en Rosario y una humedad que te regalo. Nervios, impaciencia y nuevas novedades del mundo materno se hicieron un banquete. Cada vez que la visitábamos -en manada siempre- volvíamos con un dato nuevo que jamás nadie nos contó sobre tener hijos y todas esas cosas de un mundo desconocido. "Cómo pasa el tiempo", nos decíamos entre suspiros cuando nos íbamos de su casa. 

Real. Como el cansancio, las estrías, las ganas de comer helado -mucho-, los pies hinchados que se hartan de caminar. Real, también, como que te cedan el asiento en el colectivo y te dejen pasar en la cola del supermercado (amén por esas bondades circunstanciales.)

Real. Como una salida forzada al mundo. Porque no hay dudas de que adentro de ese cuasi cubículo acogedor y entrañable estábamos más cómodos, sin problemas ni preocupaciones, que en este universo al que nos sacaron para respirar y otras cuantas cosas más. 

-¿Qué hago? ¿Qué hago, Belén?- le dice el nuevo padre aprendiz mientras Cami llora, llora buscando eso que todas sabemos qué es. 

"Dar a luz", dicen muchos cuando hablan de ese momento crucial, el del parto. Dar a luz. Nunca mejor dicho. Una luz morada que viene de un mundo acuático, mundo de silencio, gritando a viva voz su llegada. Como si supiera -sabe- que el ruido es propio de este mundo y que el silencio -bendito silencio- aparece en los sueños que la cobijan mientras sus manos reposan sobre su cuerpecito tibio.  De ahí en más, sólo una certeza: la paz existe cuando la miramos dormir y su boca suspira amor.

-¿Qué hago? - dice, mientras el mundo parece detenerse en esas palabras que invocan temor por lo nuevo. La maravilla de la vida se esconde en esos intervalos infinitos que deberían ser eternos.

-Traela que capaz quiere teta - dice Belén, y no sabe si abrirse el pecho o simplemente tomarla entre sus brazos hasta que nuevamente se quede dormida. 

Él se la alcanza con manos temblorosas, como puede, mientras ella la toma y la acurruca en el hueco materno, ese que existe debajo de su cuello, ahí precisamente sobre su pecho. Pecho de amor. Pecho de mamá. Eso es lo que buscaba. 

"¿Qué hago?", pienso yo, testigo de ese instante que roza lo fantástico de tan maravilloso. ¿Qué hacer cuando la vida te regala momentos como éste? 





jueves, 9 de marzo de 2017

Como las casas que habité


Había estado pensando
que la vida se siente casi
como la mismísima felicidad
en tu boca.

Que el mundo puede irse al carajo
 y qué importa
si yo estoy entre ese suspiro
que proclama alivio
mientras te miro de cerca
y apenas nos separa un vértice de riesgo,
y alegría, y amor,
y tumulto de emoción,

y bienvenido,
qué lindo es tenerte conmigo.

Y cuando te vas.
uf, cuando te vas,
te miro como miro las casas que habité
 y tuve que dejar ir.

Aunque dejar ir
es ilusión por lo que viene después.

Porque siempre me valió más
la esperanza
de habitar
un lugar que no conocía
antes que la incertidumbre
de querer quedarme
por miedo a eso que regala
la costumbre.

Pero el día que me vaya
no te asustes,
te voy a mirar
como miro las casas que habité:

traigo una lágrima que sabe mucho
de huidas y tenaces despedidas.







lunes, 13 de febrero de 2017

Sobrevolar


-¿Qué estoy haciendo acá?- dije casi en voz alta, como tantas otras veces en las que la encrucijada entre pensar y decir, entre guardar y sacar, entre mentir y soltar me atrapa. 

"¿Quién me manda a hacer esto?", pensé esta vez; decirlo quedó relegado. Y pensarlo fue suficiente entre el movimiento de las nubes, y el cielo nocturno que caía con chispas de agua por Buenos Aires. 

Y yo, tan ansiosa, tan inocente y tan dramática también, me sumí en un remolino de emociones. Me hechizó el sonido de los pasos en la fila, las valijas andando, los besos ostentosos que son de despedida, porque el adiós y el hasta luego en un aeropuerto está siempre repleto de ternura. Busqué las manos estrechadas de la gente que llegaba en familia, los ojos cansados, el sueño de la madrugada y de la espera del pre-embarque.

Existe una milésima de segundos o, quizás, siendo exagerada, existe un segundo, en el que la sensación de tener los pies en la tierra y la de volar se escinden por completo. Ya nada nos sostiene, sólo la inconmensurable ilusión de creer que el cielo podría ser nuestra pista de baile, nuestra cama elástica, nuestro colchón. 

A partir de ahí, los nervios consumirían mi tiempo y mi energía. El miedo se esconde en el pasillo, entre el ruido de las turbinas, las ventanas diminutas, mis manos frías y la voz del parlante que me avisa que el asiento, que el salvavidas, que el cinturón de seguridad. Y yo tiemblo, y pienso que nunca más vuelvo a hacer esto. Que a mi dame algo más concreto, que tardaré tres días pero yo la próxima me tomo un colectivo, que qué es esta locura de andar quedándote sin aliento cuando despegás y aterrizás. 

Después me acordé de las despedidas. De irme de un lugar y llegar a otro, con la noticia prevista de que alguien aguarda mi llegada. De volver a irme y saber que en otro punto de esta inmensidad, alguien más también me espera. De irme para volver y de volver a irme. Con o sin los pies en la tierra. Pero siempre palpitando un encuentro. El encuentro.

La voz anuncia nueve grados centígrados y, sin embargo, mis manos están cálidas. 

-Al fin... - dije casi en voz alta, como tantas otras veces en las que la encrucijada entre pensar y decir, entre guardar y sacar, entre mentir y soltar me atrapa.