miércoles, 23 de noviembre de 2016

Nuestro cuarto de hora


Siempre me gustó cocinar tartas. Quiero decir, me gusta cocinar tartas y me gustaba cocinártelas. Quizás por herencia familiar, quizás por falta de gusto culinario (decir "culinario" mientras hablo de tartas me parece un chiste), quizás porque no me gusta perder el tiempo haciendo esas comidas elaboradas que llevan horas de organización, horas de preparación y duran apenas unos minutos de existencia. 

Aunque sí, debo admitir que admiro y envidio un poquito a esa gente que prepara grandes manjares apetitosos, con condimentos venidos de quién sabe qué lugar del mundo, con salsas tailandesas y especias turcas. Si las tuviera, las guardaría en frascos y en repisas repletas de más frascos que se caerían a borbotones cuando buscara algo. En comparación, mis especias apenas se arriman a lo que pretendo: unos cuantos frasquitos de mermelada con carteles escritos con mi propia caligrafía. "Orégano", "Pimienta", "Cúrcuma", "Estragón". "Laurel". 

A vos te gustaba que te cocinara. Quizás sentías que alimentaba no sólo tu estómago, sino también tu corazón. O tu espíritu. Mejor dicho, eso es lo que a mí me gustaba pensar. Que cocinando te transmitía el amor que sentía por vos. Ahora pienso que nunca me cansé de imaginar pavadas y cosas tan ridículamente tontas.

Lo cierto es que por más de que nunca fui una excelsa cocinera, siempre supe defenderme. Vos me motivabas a hacerlo. Y eso era un desafío doble: aprender a cocinar y aprender a conquistarte cocinando. Preparar el almuerzo o la cena era mi forma de demostrarte que te quería, que me importabas aunque no te dieras cuenta. Así me las ingenié para tener tu cariño de hombre de buen apetito. No te cocinaba ravioles caseros, pero mis tartas siempre fueron las más ricas del condado. Aunque tal vez te conformabas con poco, yo alardeo igual por si algún alma desolada se enamora de mi cocina "no-culinaria". 

El problema de mis tartas vino después. Cuando (y parafraseando un tema de Fito), pasó nuestro cuarto de hora. Cuando en el ir y venir nos desencontramos inevitablemente. Y las tartas ya no eran excusas para mirarnos a los ojos y charlar, porque ya no había de qué. Lo tremendo de dejar de lado el festín diario fue toparnos con la costumbre de seguir cocinando porque sí, porque teníamos que convivir obligados y en silencio; preguntándonos mutuamente si el otro comía en casa para saber si poníamos la mesa para dos. Y comer una tarta fría que nada tenía de sabroso como aquellas que supe cocinarte cuando te conocí.

Pasó nuestro cuarto de hora pero aún sabíamos reír. Después entendí eso de que la comida rica está hecha con amor.




1 comentario:

Pauli F dijo...

Amé tu escrito. Ahora me cierran muchas cosas. No es lo mismo cocinar con amor, que cocinar a las apuradas, con desgano y que la comida te salga con el sabor de la sucia rutina.
Qué bueno cuando puedo hacer catarsis con algún texto así.
De todos modos, odio el óregano.
Saludos.