domingo, 21 de agosto de 2016

Palabras mudas



Cuando me sentía mal instantáneamente me daban ganas de escribir. No sé bien a quién o por qué, pero necesitaba sacar algo de eso que estaba oculto. Un "algo" que se reducía a meras palabras escritas en algún cuaderno borrador escondido. 

A veces sacaba mis hojas y biromes en el colectivo, o en algún aula de la facultad. Nunca me faltaban las noches de insomnio intentando reflexionar como si eso me diera una respuesta válida. Una respuesta que solucionara la angustia. (Me gustaba llamarlo angustia porque el dramatismo me hacía sentir protagonista de una novela de Nabokov, o de Murakami, o de García Márquez.)

Alguien una vez me dijo que no todo puede ponerse en palabras. Que a veces hace falta el silencio atroz. Y lo adjetivo así, "atroz", porque el silencio no puede ser otra cosa más que eso: cruel e implacable. Después alguien vino a decirme que la ausencia de una respuesta, es decir ese silencio atroz, también era una respuesta. Y ahí fue cuando me dí cuenta que verbalizar era sólo mi manera de vivir, de ver mi aprendizaje diario, de sentir apasionadamente como siempre lo hice. 

Expresarme siempre fue poner en palabras. Poner en palabras siempre fue mi forma de sentir con el corazón abierto, con el alma en pleno vuelo. Así es como veo la vida misma: cantando al aire mis certezas, mis decepciones y mi amor infinito. 

Cuando me encuentro con tus promesas silenciosas, con tu discurso sin brillo, con tus palabras mudas, me quedo pensando en que prefiero mis hojas escritas, mis tachaduras, mis biromes de color que adornan mis ilusiones, mis flechas de idas y vueltas, mis dibujos al margen de la hoja y, sobre todo, la posibilidad de volver a empezar una nueva página.