jueves, 29 de diciembre de 2016

Feliz granizado nuevo


Despedir el año.
Ese cliché barato y sensacionalista. Esa angustia desolada que oprime el pecho. Ese cargamento de ilusión que proyecta exitosos porvenires. Final del juego pero continuidad. Recreo. Instancia de adioses y bienvenidas. Punto final, aparte y seguido. Agenda nueva y libro terminado. Vacío existencial y cómo llenarlo. Hoja abarrotada y dónde escribir. 

Despedir el año es hendija por donde queremos que entre la luz. La luz del renacer y del rehacer. Autoflagelados con nuestras propias convicciones hacemos que todo comience de nuevo. "El año nuevo es una nueva oportunidad", dirán algunos. Casi con atropello, esa palabra -oportunidad- se exhibe en los ojos del mundo, brillando incandescente como las miradas que se detienen en las luces de los fuegos artificiales, y la fiesta, y el brindis, y la sidra bien fría. 

Despedir el año es retroalimentarnos con nuestros propios desafíos. Aprender. Pero aprender de verdad y no creyéndonos dueños y sabios de una verdad enseñada en los manuales saldados. Despedir el año es intentar ahuyentar la indomable rutina que trae aparejada el miedo del repetir. Del estancarse. Del quedarse esperando "la nueva oportunidad". Mientras todas las chances desfilan ante nuestros ojos. 

Minutos antes de brindar y con aquella agitación conmovedora que surge en las reuniones de fin de año, instantes previos a algo que aparece, que llega de manera explosiva, que moviliza y aturde, y hace sonreír y desear, e ilusionar, y amar más aunque no se ame, y tantas otras cosas, los tres deseos cobran su vital importancia. Aunque sólo funcionen como forma de celebrar el nuevo despertar. Aunque sean un gran embuste de la tradición y la costumbre. O por qué no, aunque suenen convincentes para millones de corazones que se ilusionan cuando el reloj marca las doce. Tres. Tres deseos que reúnan en pocas palabras algo de lo mucho que ansiamos. Tres. Que se piensan casi estratégicamente, como reuniendo las mejores posibilidades que tenemos para que nuestro año -el nuevo año- se convierta en uno glorioso. O al menos, no tan mezquino y bastante memorable. 

Para llegar anticipada y no caer en la apurada típica que condena a los más despistados, yo ya los estuve pensando.  Y en ese pensar, mis neuronas hicieron sinapsis en diferentes zonas de mi corteza cerebral. La cosa es que, inevitablemente, imágenes como el tremendo cuarto de helado que me comí a la tarde, lo caro que me salió y la nostalgia por desear comerme otro, convirtieron mis tres deseos en una respuesta repentina e imprevista. Mis deseos son como ese cuarto de helado que te pedís. Te detenés y de manera táctica ideás un plan. Pensás tres gustos para probar más variedad. Le das una chance a ese banana split ostentoso, considerás en saborear la delicia del mousse de maracuyá y osadamente te atrevés por el limón con frutillas. Buscás novedad y excelencia para  alistar un sabor más que no se compare con ninguno. Finalmente, todo es decepción. Al banana split le falta dulce de leche, el mousse de maracuyá oscila entre ser dulce y ácido a la vez, y el limón con frutillas no es ni un gusto ni el otro. 

La existencia del helado termina resumiéndose en un sabor  (y acá es donde me pongo cursi, y emotiva, y romántica, y meliflua, y empalagosa, y todo eso que soy). En ese único. Irrepetible. Inigualable. En ese granizado excelso y sublime que engolosina el alma. Ese granizado que es como el deseo que reúne lo más lindo que podemos tener, y pedir, y sostener a pesar del tiempo. De la distancia. De la vida: el amor.

Derrapé y me fui por la banquina. Pero qué más da. El deseo que reúne lo que quiero para este año es ese: amor por la familia, por los amigos, por nuestro compañero o compañera de ruta, por la pasión de aquello que nos gusta y nos encandila el espíritu. Amor por ayudar, por estar, por ser, por crecer. Amor, que no es poco. Amor, que mucha falta hace.

Sólo me queda por decir: Amen. Amen con ímpetu, con ganas, con desvelo como a ese gusto de helado que pase lo que pase, digan lo que digan y hagan lo que hagan, siempre será el mejor. 



miércoles, 23 de noviembre de 2016

Nuestro cuarto de hora


Siempre me gustó cocinar tartas. Quiero decir, me gusta cocinar tartas y me gustaba cocinártelas. Quizás por herencia familiar, quizás por falta de gusto culinario (decir "culinario" mientras hablo de tartas me parece un chiste), quizás porque no me gusta perder el tiempo haciendo esas comidas elaboradas que llevan horas de organización, horas de preparación y duran apenas unos minutos de existencia. 

Aunque sí, debo admitir que admiro y envidio un poquito a esa gente que prepara grandes manjares apetitosos, con condimentos venidos de quién sabe qué lugar del mundo, con salsas tailandesas y especias turcas. Si las tuviera, las guardaría en frascos y en repisas repletas de más frascos que se caerían a borbotones cuando buscara algo. En comparación, mis especias apenas se arriman a lo que pretendo: unos cuantos frasquitos de mermelada con carteles escritos con mi propia caligrafía. "Orégano", "Pimienta", "Cúrcuma", "Estragón". "Laurel". 

A vos te gustaba que te cocinara. Quizás sentías que alimentaba no sólo tu estómago, sino también tu corazón. O tu espíritu. Mejor dicho, eso es lo que a mí me gustaba pensar. Que cocinando te transmitía el amor que sentía por vos. Ahora pienso que nunca me cansé de imaginar pavadas y cosas tan ridículamente tontas.

Lo cierto es que por más de que nunca fui una excelsa cocinera, siempre supe defenderme. Vos me motivabas a hacerlo. Y eso era un desafío doble: aprender a cocinar y aprender a conquistarte cocinando. Preparar el almuerzo o la cena era mi forma de demostrarte que te quería, que me importabas aunque no te dieras cuenta. Así me las ingenié para tener tu cariño de hombre de buen apetito. No te cocinaba ravioles caseros, pero mis tartas siempre fueron las más ricas del condado. Aunque tal vez te conformabas con poco, yo alardeo igual por si algún alma desolada se enamora de mi cocina "no-culinaria". 

El problema de mis tartas vino después. Cuando (y parafraseando un tema de Fito), pasó nuestro cuarto de hora. Cuando en el ir y venir nos desencontramos inevitablemente. Y las tartas ya no eran excusas para mirarnos a los ojos y charlar, porque ya no había de qué. Lo tremendo de dejar de lado el festín diario fue toparnos con la costumbre de seguir cocinando porque sí, porque teníamos que convivir obligados y en silencio; preguntándonos mutuamente si el otro comía en casa para saber si poníamos la mesa para dos. Y comer una tarta fría que nada tenía de sabroso como aquellas que supe cocinarte cuando te conocí.

Pasó nuestro cuarto de hora pero aún sabíamos reír. Después entendí eso de que la comida rica está hecha con amor.




martes, 15 de noviembre de 2016

Deseo


Lo que daría por un amor oportuno
de esos que llegan
con la certeza
que tienen las cosas simples,
de esos que son especialistas
en robar sonrisas
a la hora de la siesta
cuando la calma
y la melancolía
amenazan con nostalgias venideras.
Lo que daría por tener tu mano
cerquita mío
y ponerme cursi
aunque sepa que soy cursi
y mirar la luna gigante que hay
en esta noche de verano amanecido,
mientras me apoyo sobre tu hombro
y vos me acariciás la nuca
y la luna gigante nos envidia,
celosa.




martes, 1 de noviembre de 2016

Alunada


me gustan las constelaciones de lunares
que se forman en tu espalda
y en tu hombro derecho
o quizás,
que imagino que habitan
ahí

existe uno
uno en particular
que me mira desde tu cuello
en el abismo que separa
los pliegues de tu ternura
y mis labios que podrían besarla

el tiempo se detiene
en ese punto de encuentro
en el que te miro
y detrás
me mirás vos
o tu lunar

y tu alma.

martes, 27 de septiembre de 2016

Contemplación

"Pero a veces no hay nada, 
salvo la mirada pura, 
la mirada en que latimos..."
Roberto Juarroz


Se había cambiado de asiento dos veces porque las ventanas del lugar eran tan grandes que el sol inevitablemente se filtraba cada vez con mayor afán. Las cortinas, sucias y descosidas, ni siquiera podían correrse como una cortina se corre. Sólo permanecían inmóviles a los costados de la luz, sin poder tapar ese calor que le hacía acobardar los ojos. 

De repente, los vió entrar como si nada. Hablando, quizás de trivialidades, como hacen las personas que entran a un lugar colmado de gente y quieren evitar tantas caras extrañas mirando a la vez. Uno entra. Tira palabras al aire, clava la mirada en ningún punto fijo, sostiene la puerta hasta que pasa la mujer y encuentra alguna mesa vacía en la que el sol no moleste. 

Se sentaron a cinco mesas de distancia. Hablaban entre ellos y cada tanto largaban una risa de esas que surgen obligadas. Como si ese simple gesto de apoyar el brazo sobre la mesa y la mano sutilmente sobre la mejilla izquierda, sólo sea una hipocresía para demostrar interés. Estaba claro: no se querían. Pensó también que apenas se conocían. Bajó la mirada y siguió envuelta en lo que estaba haciendo: terminar de escribir cuestiones que la psicóloga le había dejado para hacer; un listado de metas y objetivos. "No sé ni que voy a almorzar...", pensó.

En ese éxtasis de inspiración, levantar la cabeza se hace oportuno. Cuando se detenía por un instante, los miraba. Ellos, tan asquerosamente tiernos. Ella, tan asquerosamente sensible. Volvió a concentrarse en sus cosas. Las palabras "metas personales" se repetían en una sucesión de renglones. Largó un suspiro y en ese devenir de segundos ahogados sintió una mirada que la atravesaba. Levantó la vista mientras el sol seguía avanzando casi encima de ella nuevamente. El hombre la contemplaba desde lejos, disimulando claro, para que la fastidiosa mujer que lo acompañaba no se diera cuenta. O se diera cuenta pero no encontrara los indicios evidentes de que él estaba mirando a otra.

Al dar vuelta la hoja se tropezó con los renglones pertinentes a largo plazo. Cinco años es a largo plazo, pensó. Para hoy tenía fideos con salsa de anoche. Eso sí que solucionó. Mientras seguía escribiendo, la desconcertó un halo de perfume espeso y dulce. Tan dulce que pensar en fideos con salsa terminó por revolverle el estómago matinal. Unos pasos de mujer atravesaron el pasillo del lado izquierdo, y un pañuelo de colores se movía al ritmo de esa caminata impetuosa. Miró al costado y vio cruzar a la mujer que estaba sentada junto al hombre. Casi automáticamente sus ojos se posaron en él. Sentado con un vaso en la mano, mirándola sin tapujos, declarándole su amor a la distancia.

Sumergida en esas oraciones que pretendían manifestar sus ambiciones personales, en un abrir y cerrar de ojos, el hombre estaba frente a ella. La miraba con ojos entregados, como quien se rinde ante la misiva de saber que hacía tiempo esperaba ese instante. El hombre apoyó sus manos sobre la mesa. Mientras sostenía su mirada, ella alcanzó a creer que sencillamente no parpadeaba, que de sus pupilas surgía una luz que no podía esquivar.

Sabiéndose atrapada en ese ir y venir que regala una mirada; encontrándose viva; imaginándose mañanas aletargadas por la bienvenida de hallarse; pensándose inocente y culpable ante la víspera de algo que la conmueve; sintiéndose asquerosamente sensible. El mundo se detiene mientras se miran. Como si no hubiera más gente que ellos; como si no importaran ni las cortinas sucias y descosidas, ni el sol atravesando cada ventanal; como si el lugar estuviera desierto de pasos ruidosos y voces que congelan corazones; como si del pasillo del fondo no saliera la mujer que acompaña a aquel hombre misterioso.

Ellos se miran. Y ahí, sobre la mesa, reposan los papeles de ella. Esos que guardan escondidos todo lo que alguna vez supo soñar.



viernes, 23 de septiembre de 2016

El amor, por Lila Biscia

¿no habrá nunca nadie que desee beber nuestras lágrimas? (…)
yo beberé tus lágrimas.
 La obsesión de vivir.
José Sbarra


¿En qué momento dejamos de creer que el amor es posible? ¿cuándo se nos esfumó la ilusión de que podíamos todo, a pesar de todo?
¿Cuándo nos asustamos tanto, que decidimos que la huida es el mejor camino?
¿Qué día comenzamos a mentirnos y a simular que la búsqueda es interminable, solo porque no somos capaces de confesarnos que a nuestras búsquedas, las transformamos en infructuosas  simplemente por cobardía?

¿Algún día seremos capaces de poner nombre a nuestras ausencias, de dibujar el cuerpo del vacío, de llorar hasta desintegrarnos, y sencillamente: desintegrarnos?

¿Qué camino será ante el que no pongamos el propio freno?
¿En qué lugar del mundo nos atreveremos a decir basta: te encontré, no quiero moverme de tu lado? ¿Dónde está la piel que nos reconozca, el cuerpo que al tocarlo sea nuestro descanso, la risa que nos haga sentir en casa?


¿Cuál va ser el beso que nos devuelva la respiración? ¿Dónde está la mano que al tomarla nos salve de ésta jungla, y de la nuestra, y de nuestras propias bestias?

¿Cuándo vamos a ser capaces de decir que nos amamos, sin miedo? ¿cuándo pronunciaremos el amor sin espera? ¿Cuándo seremos lo suficientemente valientes para decir “te amo” sin que la respuesta signifique más que nuestra entrega?


¿Existe quien nos permita darlo todo? ¿Quien se abra desde lo más puro de su carne? ¿Quien no sienta que dar es pérdida? ¿Aquel que nos devore los labios y las palabras y que a pesar de eso, nos deje íntegramente nosotros?


“¿no habrá nunca nadie que desee beber nuestras lágrimas?


yo beberé tus lágrimas.”

domingo, 21 de agosto de 2016

Palabras mudas



Cuando me sentía mal instantáneamente me daban ganas de escribir. No sé bien a quién o por qué, pero necesitaba sacar algo de eso que estaba oculto. Un "algo" que se reducía a meras palabras escritas en algún cuaderno borrador escondido. 

A veces sacaba mis hojas y biromes en el colectivo, o en algún aula de la facultad. Nunca me faltaban las noches de insomnio intentando reflexionar como si eso me diera una respuesta válida. Una respuesta que solucionara la angustia. (Me gustaba llamarlo angustia porque el dramatismo me hacía sentir protagonista de una novela de Nabokov, o de Murakami, o de García Márquez.)

Alguien una vez me dijo que no todo puede ponerse en palabras. Que a veces hace falta el silencio atroz. Y lo adjetivo así, "atroz", porque el silencio no puede ser otra cosa más que eso: cruel e implacable. Después alguien vino a decirme que la ausencia de una respuesta, es decir ese silencio atroz, también era una respuesta. Y ahí fue cuando me dí cuenta que verbalizar era sólo mi manera de vivir, de ver mi aprendizaje diario, de sentir apasionadamente como siempre lo hice. 

Expresarme siempre fue poner en palabras. Poner en palabras siempre fue mi forma de sentir con el corazón abierto, con el alma en pleno vuelo. Así es como veo la vida misma: cantando al aire mis certezas, mis decepciones y mi amor infinito. 

Cuando me encuentro con tus promesas silenciosas, con tu discurso sin brillo, con tus palabras mudas, me quedo pensando en que prefiero mis hojas escritas, mis tachaduras, mis biromes de color que adornan mis ilusiones, mis flechas de idas y vueltas, mis dibujos al margen de la hoja y, sobre todo, la posibilidad de volver a empezar una nueva página. 

martes, 12 de julio de 2016

De la tierra colorada



Marcos vive en Misiones, cerca de la selva y sobre un suelo que tiñe todo de un colorado impetuoso. Sueña con ser médico y gracias a las bondades de la naturaleza puede improvisar un consultorio de medicinas naturales: carqueja para el hígado y los riñones, caqui para el colesterol alto, ambaý contra catarros y bronquitis y mburucuyá, una passiflora con fuertes funciones analgésicas y sedantes. 

Con tan sólo 12 años, Marcos posee una gran habilidad para la persuasión y una pasión innata por sanar a los demás. A través de sus palabras construye un discurso que encanta por su mirada humanitaria, con ambiciosas (pero caritativas) pretensiones: ¡Voy a ser el mejor médico de Misiones!, anuncia. 

Las diferentes hierbas que consigue le permiten ayudar con su trabajo a su humilde familia. Pero además de magullarse las manos diariamente, pone su atención en la escuela a la que asiste. Ahí, en ese barrio color verde y rojo, un niño lleva a cuestas la mochila repleta de ilusiones y ganas de estudiar, de crecer y de ayudar. 

La situación es bien sencilla: entre sus amigos, él y unos cuantos pies descalzos, buscan las hierbas escondidas en la selva, obtienen las dádivas que les regala la tierra y empiezan la tarea más ardua que consiste en vender todo lo recolectado. En ocasiones, también venden piedras que encuentran entre las calles escondidas de su barrio: piedras mágicas que sanan el empacho, el dolor de cabeza y la fiebre. 

Unos cientos de kilómetros más lejos, Renata prepara su equipaje. Ya está acostumbrada. Unas cuantas remeras, jeans, zapatillas, algún abrigo y ya. Le entusiasma conocer las Cataratas porque escuchó por ahí que son... algo así como majestuosas. "Sí, majestuosas, imponentes...", le dijo su mamá. Pero en fin, quiere verlo, quiere comprobarlo con sus propios ojos, aunque a esta altura no cree que le sorprenda nada.

Una vez allí, intentó ignorar la pobreza que rondaba por aquellos pueblitos olvidados. Evitó mirar las calles de tierra, los niños sucios y desprolijos, las casitas de madera y chapa. Esquivó los ojos implorosos que la observaban como reclamándole algo. Y de tanto rehuirlos, no pudo contra las palabras de Marcos, y tuvo que escuchar. "Hola familia, les ofrezco la mejor chirimoya  de la provincia de Misiones. Ni se imaginan lo que es: le cura los riñones, la acidez, la vesícula, el colesterol...”

Los padres de Renata siguieron andando. No le respondieron, ni siquiera lo miraron. Era una parte más del paisaje, una parte que les molestaba porque ellos estaban sumergidos en un mundo de fantasía, de viajes caros, de hoteles de lujo y de comida pedida a la habitación. Renata lo sabía. Sabía que ellos evitaban mantener contacto con "esa gente". Gente del interior. "Incultos", le decía su mamá.  Pero ella, que afortunadamente aún tenía un corazón cálido, se estremeció al escuchar a Marcos. "Tengo muchos conocimientos sobre plantas medicinales... yo quiero ser médico porque quiero ayudar a la gente, quiero salvar muchas vidas. ¿Vos qué querés ser?", le preguntó con una sonrisa tímida. "No... no sé", le respondió Renata. No sabía qué quería ser pero sabía que sus padres eran médicos. Que sus padres, que tanto sobreestimaban y engrandecían su tarea diaria de ser médicos admirables y prodigiosos, habían estudiado lo que Marcos quería. Que sus padres, tan humanamente buenos y correctos como médicos, miraban con desdén y desprecio a un chico descalzo. 

-Renu... dale que nos vamos- le gritó su papá.
-Chau, me tengo que ir...- le dijo Renata mientras le agitaba una mano. 

Marcos se quedó con su bolsita de hierbas mirando cómo se alejaban. Siguió su camino, susurrando por lo bajo el discurso que siempre repetía mientras pensaba que no sería el mejor médico de Misiones, sino de todo el país. 






jueves, 9 de junio de 2016

Sobre dejar ir



Te lloré durante dos meses. Meses que se hicieron eternos mientras yo me debatía entre olvidarte y hacer mi vida o esperar un sesgo de arrepentimiento de tu parte. Finalmente, nos vencieron los errores, nuestros errores. Aunque debo admitir que lo que más me dolió no fueron esos días infinitos en que te veía hasta en mis sueños, ni las fotos que tuve que tirar, o los regalos que aún miro y me hacen poner nostálgica. No me dolió tanto dejar de darte besos o mirarte dormir. 

Lo que sí me dolió, lo que sí me rompió el corazón fue darme cuenta de las cosas que sé de vos y quizás muchos no saben, aunque tal vez, para esos otros no sean cosas grandiosas. Sé que te gusta el té de jengibre, el café con leche de vez en cuando pero sin azúcar y las verduras con carne al horno. Sé que te encanta jugar al fútbol y que si te dan pie te agrandás bastante pero mejor no lo digo mucho así no exagerás. Sé que tocás la guitarra -mi guitarra- con una pasión que me hacía estremecer y me daban ganas de escucharla escondida detrás de la puerta. Sé que a veces te duele el estómago por todas esas palabras que te guardás y nunca soltás. Sé que sufrís en silencio, porque mejor cerrarse a demostrar verdades. Sé que te gustan los animales, la montaña, el color verde, la barba larga y la madera recién lijada. Preferís un buen helado (de chocolate, por favor), una peli de cine independiente (nada de pavadas de hollywood) y un vino de los caros (yo quería de los berretas porque gastar más de 100 pesos en un vino me parecía una locura). 

Mientras yo te pedía ramos de flores vos insistías en querer regalarme macetas con plantas porque "las flores estaban muertas".

Mientras yo te perseguía por toda la casa con mi manía del orden, vos dejabas las zapatillas en cualquier lado, las remeras hechas un bollo y las medias.. ¡uff, las medias! una de cada color. 

Mientras vos querías recorrer lugares en bicicleta, yo te decía que quería saltar en paracaídas.

Mientras vos trabajabas en tu taller, yo te miraba por la ventana con una sonrisa tímida que se me dibujaba cuando admiraba tu paciencia.

Esos detalles, esas simplezas de todos los días son las que voy a extrañar. Porque saber todo esto exige tiempo. Tiempo sagrado que no muchas personas se atreven a esperar. A sentir. A compartir. Y sí, quizás me equivoqué. Pero ahora ya no puedo juzgarme. Ni juzgarte. Ni juzgarnos. Me queda el ¿alivio? que dejan los recuerdos. Porque ahí están. Presentes para cuando quiera acordarme que los viví. 





domingo, 22 de mayo de 2016

Despedida


"Perdonáme", le dice Miguel mientras llueve. "Perdonáme pero no sé qué me pasa". Y ella ya sabe. Ya sabe lo que viene después porque cual déjà vu empieza a recordar momentos en los que sintió lo mismo, en los que escuchó palabras idénticas. Inevitablemente piensa que podría ser un mal sueño, uno de esos que la han dejado angustiada en la mitad de la noche deseando tener la compañía de alguien que le prepare un té. 

Pero no. Ahí están. Aunque no se reconozcan son ellos. Los de siempre. Los que se pensaron eternos en la inmensidad de la vida. Próximos pero rezagados por un muro invisible que no les permite reencontrarse en este mar de sentimientos ahogados.  

De fondo, una canción:

Mirarte a los ojos, y tal vez recordarte, 

Que antes de rendirnos fuimos eternos.



miércoles, 30 de marzo de 2016

El pucho



El lugar indicado para finalizar el día siempre era la terminal. En ese tumulto de gente, buscábamos algún espacio vacío para sentarnos, despojarnos de las decenas de revistas sin vender y dividirnos las pocas monedas que guardábamos en los bolsillos.  

Hoy no fue la excepción. Aprovechamos un banco libre para hacer nuestro ritual diario, contar lo que habíamos recaudado y marchar cada una a su casa antes de la medianoche. Mayra estaba cansada. De sus pies descalzos habían brotado profundas lastimaduras que se irían haciendo ampollas con el correr de los días. Andrea, en cambio, seguía con ánimos, a pesar de las malas ventas de la jornada. Yo las miraba mientras hablaban y se prendían un pucho. Fumaban con ganas, desprendiéndose del humo como si se liberaran de algo, como si soltaran las cadenas de esta vida miserable. 

Dejé mi cigarrillo para fumarlo después. Nos había costado demasiado que un señor gordo y con muchos anillos en los dedos nos convidara -después de insistir- tres cigarrillos. A Mayra la miró de arriba abajo y susurró algo que no entendí del todo. Festejamos nuestro triunfo y nos fuimos apuradas porque uno nunca sabe con estos tipos. 

El día había sido una mierda. Logramos vender cinco revistitas de porquería y no sabíamos con qué cara íbamos a volver a casa. A medida que fue pasando el tiempo, Andrea comenzó a inquietarse. Le pregunté qué le pasaba y me contestó que estaba esperando los cachetazos del padre y los griteríos de su madre alborotada por la poca guita. Mayra, preocupada, pensaba en cómo iba a conseguir un par de zapatillas para el día siguiente: descalzas la rutina era un martirio. Yo sólo me detuve a escucharlas. Miré atenta sus caras agotadas, sus pelos sucios y despeinados, sus manos con hollín. Pensé en el día que había pasado. Haciendo lo que solíamos hacer, recorriendo la ciudad sin ganas de nada, sólo con la certeza de que de algo teníamos que vivir. 

Pero, acaso, ¿es esto vivir? Si esto es la vida, si esto es la felicidad y toda esa sarta de boludeces de las que hablan las propagandas y los carteles de la calle, disculpen pero no la quiero. No quiero esta vida. No quiero esta remera agujereada, ni estas zapatillas que me mojan los pies los días de lluvia. 

No quiero la vida. No quiero esta vida porque no tengo. No tengo más que este cigarrillo guardado que me espera escondido en el bolsillo. Un cigarrillo. Un mísero cigarrillo que me alarga la calma antes de volver al infierno.




lunes, 7 de marzo de 2016

Crónicas de la ciudad I



Tenía que esperar. Esperar por algún rincón de las calles habitadas del centro de Rosario. Esperar en un escalón, en un banquito disponible, o simplemente, esperar de pie por aquellas esquinas que están asaltadas de gente que se mueve sin parar, como si no hubiera un mañana. 

Tenía que esperar mientras las lágrimas caían por su rostro. Entró a un bar para refugiarse. El sol ardiente del mediodía no la tentaba ni un poquito así que se decidió por tomar algo fresco y despejarse mientras el mundo afuera seguía andando. El lugar estaba bastante ocupado aunque todavía quedaban unas cuantas mesas vacías. Se sentó al fondo y pidió una gaseosa. Sacó de su cartera un pequeño espejo y se asombró de su cara de insomnio y de sus mejillas aún húmedas por los estragos de la angustia. Mientras miraba alrededor, comenzó a revisar el celular como todo aquél que no sabe qué hacer ni en dónde retener la mirada por unos instantes.  

De repente, una nena con rostro alegre y sonrisa fácil le tocó el brazo y la miró con un par de ojos color azabache que llamaron su atención. "Ay, ¿me comprás?", le dijo. Y en ese "ay" estaban retenidas las peripecias de una mañana casi sin ventas, con cansancio y con ganas de sacarse de encima ese arsenal de biromes que tenía que vender. Dolores le contestó que sí, que le compraba una. Inmediatamente se sentó en la silla que estaba a su derecha y sacó una servilleta de la mesa. "Mirá, te la voy a probar para que no te arrepientas...", le dijo y se puso a escribir sobre el papel. "La ka, la e, la ele... ay no, no, no, me confundí. La ka, la e, la i, la ele y la a. Ahí está, mirá". Mientras le mostraba su nombre dibujado, le sonreía con unos pocos dientes, vestigios de la infancia que significan ternura e inocencia.

A pocos metros de distancia, una nena lloraba desconsoladamente porque su madre le había comprado sólo un libro, cuando ella quería dos. Sus lágrimas caían impetuosas y sus pequeñas manos no se cansaban de apartarlas. Cuando percibió que la estaban mirando, el llanto afligido se convirtió en un sollozo tímido. Las miradas de ambas niñas se atravesaron, y cada uno de sus universos, de sus realidades, de sus infancias asestadas de imágenes distintas, se cruzaron. 

La niña que lloraba la miró a Keila y se aferró fuerte a una muñeca que llevaba con ella. Keila se acomodó en la silla, se puso seria y susurró: "¿Está llorando por un libro?". Esbozó una sonrisa pícara esperando una respuesta. "La verdad que no sé, capaz que le pasó otra cosa", le dijo Dolores. La nena le hizo un gesto con los ojos y la boca mientras levantaba sus hombros y sentenció: "¡Qué loca llorar por eso!". Después de recoger sus biromes, la saludó diciendo que tenía que seguir vendiendo en las mesas que se llenaron. 

Dolores la vio alejarse con sus zapatillas desgastadas y un pantalón que mostraba sus tobillos. Se sintió una egoísta por haberle comprado sólo una birome. Quedó sentada con un vaso de gaseosa, observando cada uno de esos mundos totalmente distintos. Pensó en cuán complicados somos: cuando tenemos lo suficiente, nos ponemos mal y queremos más, y cuando nos falta mucho aprendemos a ser felices con lo poco que tenemos. Tomó el último trago acordándose de por qué lloraba antes de llegar hasta ahí, mientras pensaba en las palabras de Keila: ¡qué loca llorar por eso!





viernes, 29 de enero de 2016

El podio


Todo durante las vacaciones iba perfecto hasta que decidí empezar el año con una mudanza. Una mudanza después de un viaje que me dejó risueña y sin ganas de volver. Una mudanza previo a rendir los tan martirizantes exámenes de la facultad.

"Bueno, tampoco es tan malo", pensé. Un cambio de aire, de lugar, de energía no viene mal. Renuevo un poco el entorno, remodelo el espacio, en fin... arranco con todo. Después de haber terminado la tercer caja de libros, apuntes y ese cúmulo de cosas que a veces me pregunto cuándo volveré a usar, me doy a la tarea de ir directamente al ropero. Cada vez que lo abro tengo miedo de que cual tsunami me invada un cataclismo de niveles inesperados hasta embestirme por completo. De verdad no miento: todo está fríamente calculado para evitar sacar una remera y que caigan diez más atrás de esa (aunque, es claro, a veces no lo puedo evitar). Perchas, mochilas, bolsos, cuadernos, hasta libros escondidos en ese recoveco. 

No creo pecar de codicia. Mi problema no es el de la compradora compulsiva o tantos otros estereotipos: a mi me pasa que no crezco. Debo tener desde hace más de 10 años la misma altura, el mismo talle de zapatillas, de remeras y de pantalones. Mi peso se mantuvo oscilando entre tres kilos de diferencia pero jamás varió demasiado. Es evidente que la gente jamás me da los 23 años que conservo hasta el próximo 6 de marzo. Mi hermana, con cinco años menos que yo, parece mi melliza, o incluso más grande. 

Guardo tres recuerdos de tres prendas distintas que conformarían lo que voy a llamar "el podio que justifica mi ropero". El tercer puesto se lo lleva el sweater azul que usé desde primer grado en la escuela a la cual concurría en Mar del Plata. Juro que ese socotroco tenía vida propia. Era casi como el famoso sweater del que habla Julio Cortázar en uno de sus cuentos. Mis estrechos brazos se perdían en ese pasadizo infinito. Jamás encontraba el hueco para la cabeza y el hecho de verlo colgado en la percha junto al resto del uniforme me hacía odiarlo cada vez más. Se descosió docenas de veces: mi madre lo hilvanaba una y otra vez. Lo peor es que me duró, como tantas otras cosas mías, hasta que tuve unos doce o trece años. Que en paz descanse.

[Nota: En este mismo lugar colocaría el jumper horrendo que utilicé por unos años en el secundario, el cual me quedaba tan largo que casi podría haber pasado por una de las hermanas de la congregación. También le atribuyo esa humillación a mi madre que me lo compró dos talles más grande. Aunque pensándolo bien, no la culpo, la pobre guardaba esperanzas de que yo creciera en algún momento.]

El segundo lugar claramente se lo lleva mi campera marca "Lacar". "La Lacar" también era oriunda de Mar del Plata. Me la compraron mis viejos una tarde-noche de invierno previo a mi comunión (véase aquí cuántos años tenía yo: 10). Resulta que la campera, además de ser de un color mostaza pastel (¿existe ese color?), tenía una capucha despampanante con peluche del mismo tono. Era suavecita y súper abrigada: no bastaba con un cierre, tenía dos. Como para no perder la costumbre, la Lacar me quedaba enorme. Era de buena calidad y, por ende, 'saladita' para aquellos tiempos modestos. Entonces, Antonella andaba con una campera que le quedaba un poquito grandecita (para no decir gigante) y su pequeña cabeza de mocosa se perdía entre los pliegos de la capucha peluda. Vale aclarar que hasta hace poco la usaba. O sea, cuando digo que no crecí, créanme que no crecí.

El tan ¿esperado? puesto número 1 lo tienen mis zapatillas Adidas. Las Adidas fueron un regalo de mi papá. Yo quería unas de otro modelo que en ese momento eran lo más de lo más y se veían así. Pero, como todo lo que está de moda, estaban carísimas. Padre me convenció para comprarme unas que según él "eran casi iguales", tenían líneas parecidas a los costados aunque no eran del color que yo quería. Mis Adidas boicoteadas se veían así en color gris. Hasta el día de hoy me preguntó qué le vio de similar con las otras, aunque probablemente haya sido para convencerme. Accedí a tenerlas pero al principio las usé poco porque, con mis tímidos 11 años, no veía una zapatilla sino un botín. Me sentía literalmente un varón con botines puestos. Después las acepté. Son talle 34, todavía las tengo y las uso. 

Hice limpieza porque lo necesitaba. Quizás por ser muy cuidadosa, por valorar las cosas que me regalan aunque a veces me surja el chiste de reírme por el talle. Quizás porque soy consciente de que me mantengo igual hace mucho tiempo pero, sin embargo, acumulo cosas que voy heredando. Me gusta guardar algo, o al menos valorarlo, porque entiendo que todo conlleva su esfuerzo. 

De una cosa estoy segura: conmigo "el estirón" pasó de largo.