lunes, 24 de agosto de 2015

Gritándole al tiempo que sigue igual



¡Cómo me gustaría ser abuela!, había pensado en uno de esos momentos en que me quedo observando atenta, mientras reflexiono sobre cualquier instante que me permita encontrar eso que me llama la atención de alguien. Al frente mío había una señora grande, una señora que hablaba de sus nietos y sonreía mucho. No podía evitar mirarla porque desplegaba un encanto, un atractivo de mujer que supo (y sabe) disfrutar de sus años, que no pude contenerme al mero hecho de querer ser así. 

Este preciso instante de juventud me atraviesa como una eternidad. Como si nunca se fuera a acabar y los años llegaran desde lejos. Aunque muchas veces también caigo en la realidad que nos hace dar cuenta de que no, de que en verdad el tiempo pasa muy rápido. Sin embargo, si bien disfruto de esta edad que me permite ser lo que soy hoy, también anhelo ser una señora grande, con muchas historias para contar, tantas que no cabrían en todas las reuniones que quiero tener con mi gente, mi familia y mis amigos. Esas historias que te regalan los años, esas experiencias que te hacen valorar y aprender, las pérdidas, los encuentros y los adioses, las bienvenidas y las esperas que valen la pena.

Los abuelos, esa joyita que tenemos guardada en el corazón, tienen tanta sabiduría escondida que me es imposible no envidiarlos un poquito. Hace unos días ví en el fondo de pantalla del celular de una amiga, una foto de una pareja de viejitos a las risas. Esa imagen desprendía tanta luz, calidez y ternura, que me pareció mágica. Aquellos eran sus abuelos. Abuelos como los míos que siempre me han parecido personas eternas. Presentes o no, el recuerdo y mi memoria se encargaron de que sigan latiendo adentro mío.

Una vez por semana visito a una de mis abuelas que tengo la suerte de que viva en Rosario. Me bajo del colectivo y la veo venir despacito, vigilando desde la vereda para encontrarse conmigo. El almuerzo está preparado y las ganas de charlar y mimarme mucho siempre son recibidas con ánimos. Me pide opiniones sobre aquello nuevo que se compró (tengo una abuela a la moda), le muestro cómo configurar el celular, y festeja sus logros domésticos como el hecho de arreglar una puerta, pintar un mueble o cambiar el cuerito de la canilla con un "¡Bien, Chiqui!". Mi abuela sabe lo que me gusta, me llena la panza por dos o tres días, y me dice que me espera la semana próxima mientras el colectivo que me trae de regreso se arrima a la esquina. Cuando viajo, me acompaña a la terminal y me entrega un paquete lleno de golosinas bien escondido, como si fuera algo ilegal. Me llama, me manda mensajes y me escribe por WhatsApp preocupándose siempre. "Avisame cuando llegues", me grita mientras la veo parada en el portón de su casa, agitándome la mano.

Esa es mi abuela. La "Chiqui" como le dicen, la "Chicha" para mí. Una mujer coqueta e independiente de la cual aprendo mucho. Una mujer que le gustaría detener el tiempo, aunque yo le digo que no, que no tenga miedo, que lo que la hace especial y bella es justamente ese tiempo que esconde detrás de sus ojos. La quiero con ese amor innato que sale desde adentro, cuando las cosas no se fuerzan, sino que se dan sin más.

"Los abuelos son lo mejor del mundo", dice mi amiga, la del fondo de pantalla. Por eso cuando veo a una pareja de abuelos de la mano, o a uno de ellos disfrutando del amor que puede brindar un nieto, no puedo evitar apreciar esa imagen que regalan las casualidades. Porque la vida es aprender de ese tiempo que tenemos. ¿Y qué mejor que un abuelo para mostrarnos cómo se hace? Hoy me toca aprender de ellos. Pero no lo niego: me gusta pensarme con arrugas e imaginarme una abuela sabionda repleta de historias. Quizás el día de mañana yo sea la que esté en ese rol, aunque antes tengo que aprender a tejer... y a cambiar el cuerito de la canilla.








-dibujo por Troche
(portroche.blogspot.com)






martes, 4 de agosto de 2015

No basta


Si existe algo que nos encanta a las mujeres es convertirnos en celestinas, en esa especie de cupido que cautiva corazones y que se moviliza frente a los flechazos del amor fortuito. Disfrutamos la parafernalia que conlleva la ternura de una nueva pareja que se formó en nuestro entorno y, lo que es mejor... ¡gracias a nosotras! 

Así como tantas otras veces, incentivamos a la soltera del grupo diciéndole "tengo un chico para presentarte... ¡¡no sabés lo que es!!" Y para que nuestro discurso sea creíble, para que nuestra pobre amiga se ilusione mucho más, le decimos que tienen un montón de cosas en común. Cosas, como usar lentes de contacto o tener un perro salchicha, que son tan intrascendentes como que a ambos les gusten los fideos spaghetti en vez de los tirabuzón. Eso ya es suficiente para que crear un mundo de novela entre esos dos seres que ni se conocen, no saben sus nombres y ni siquiera tienen registro de la existencia del otro.

"Vos quedáte tranquila que yo le digo que te agregue al facebook así hablan"... Después de esto, la caída directo hacia el vacío mismo es casi igual de lamentable. Todo, absolutamente todo lo que pase alrededor de ambos será causa del destino que "estaba escrito". Ellos no pueden decidir si se gustan, si encuentran cosas que realmente los motiven a comenzar una relación de verdad, de esas que se eligen y que no constan de obligaciones, presiones ni compromisos arreglados. No pueden porque tienen miedo y una intimidación externa que les exige quererse. Como si el amor, el amor genuino fuera algo que se exhibe en cualquier vidriera para luego ser comprado. Como si el amor sólo valiera estar en pareja, dejando de lado todo lo que conlleva elegirse, aceptarse y respetarse. 

Hace unos años, también fui víctima de ese amor que se busca a la ligera y de esas amigas que creen que nos están dando una mano. Y no digo que no sea algo valedero: ellas de verdad piensan que nos están ayudando. Pero no sirve. Esa obligación de querer gustarle, de querer caerle bien, de querer tener cosas en común porque sino no se puede estar en pareja, es una porquería que nos vendieron de quién sabe cuántas historias. Más de una vez yo también me dejé llevar por esa tonta idea de pensar que el amor se puede arreglar, programar, forzar. No lo niego: por supuesto que hay gente que pudo conocer a su pareja a través de alguien que programó el encuentro. Pero, así como hay veces en que todo termina con un final comiendo perdices; también hay otras en las que se hace presente el desamor que exige consuelo, ese desamor que duele porque, teniendo todo planeado, no pudimos contra él.

"Es un eclipse solar", me dijo alguien una vez. Está ahí, lo veo, pero sólo noto su contorno, no sé quién ni cómo es. Me conformo simplemente con amarlo a la distancia, con idealizarlo.

El tiempo, y quizás también las experiencias, me hicieron entender que simplemente no basta. No basta con que dejemos de ser 'la soltera', con que hablemos de 'nosotros' y nos regocijemos por ser dos, no basta con fingir que somos otras para gustar, para sentirnos completas (¿completas de qué?). No basta obligar a querer cuando, en realidad, lo más importante es que las casualidades de conocer a alguien nos tomen por sorpresa y nos encuentren enamoradas ahí... cualquier día, en cualquier lugar.




-dibujo por Troche
(portroche.blogspot.com)