jueves, 26 de marzo de 2015

Se rifa


Aquellas personas que piensan que la rudeza de la vida les ha hecho pasar por situaciones dignas del olvido, vergonzosas y sofocantes, esperen a conocer la historia de la rifa que Madre me contó más de una vez y gracias a la cual, irremediablemente, terminamos llorando a carcajadas.

En tiempos de austeridad hay que salir a rebuscársela como sea. Ventas de garage, eventos, guitarreada en colectivos, malabares en alguna esquina, productos artesanales para ofrecer en el parque... en fin, las propuestas son muchas y variadas. La cuestión es hacerlo, ponerse las pilas, clavar la mejor cara de osadía y salir a la carga. En la época en que Madre era apenas una joven tímida y novata también había que inventar algo para pagarse, por ejemplo, el viaje de egresados. Griten aleluya los púberes que pueden darse el lujo de estar diez horas diarias haciendo la nada misma, sin necesidad de elegir qué hacer para conseguir el efectivo que les permita el último modelo de celu y otros etcéteras. 

Madre se chantó (como pudo) la desfachatez y, más por necesidad que por satisfacción, salió a vender rifas por todo Colón para pagarse el viaje a Mendoza. Me la imagino caminando despacio, a veces acompañada por mi tía, otras sola; con cara retraída y modesta. Quizás sin ánimos de hacerlo pero no había opción: la plata no caería del cielo. Los talones de la rifa eran sus hojas de carpeta. Y así iba puerta por puerta ofreciendo algún número para vender. Pero lo más tremendo, el punto clave en la historia, lo que hace que Madre se ría hasta llorar mientras se acuerda y se imagina en esa situación es el premio de la rifa. O mejor dicho, los tres premios...

-¿Qué se rifaba?- le dije la primera vez que me lo contó.
-Paquetes de fideos. Diez, quince, veinte kilos de fideos para todos y todas.

Ahí estallamos de risa. Madre se recuerda anunciando en cada puerta el súper premio. No existía la posibilidad de rifar grandes cosas así que había que aprovechar que el abuelo trabajaba en la fábrica Santa Teresita. Fideos para todo el año al ganador y problema resuelto. 

Finalmente vendió las rifas, consiguió la plata y se fue. Después del arduo esfuerzo que le llevó unos cuantos meses, pasó todo su viaje de egresados extrañando a un nabo que tenía como novio. "Era tan boluda... me ponía mal por él", me dijo una vez. Como si fuera poco, llevó una cámara de fotos instantáneas sin rollo. Por aquellos años, tener una cámara de ese estilo era tener la GoPro. Pero no la aprovechó: no sacó ni una foto, ni siquiera de esas que salen movidas o apuntando al piso. Conoció Mendoza y no hay rastros que lo comprueben.

Lo positivo de todo esto es que obtuvo una lección, una suerte de moraleja. Ahora, cuando protestamos en casa, Madre ya sabe qué responder: "No se quejen que en mi época yo tenía que rifar fideos, eh". 


lunes, 16 de marzo de 2015

La del antifaz


Entre miedos e incertidumbres se escondía mi deseo ineludible de tener un perro. Uno de esos para abrazar mucho, para que me espere anhelando mi regreso a casa y me saque a pasear todos los días.

Me decidí. Ya no podía esperar más. El 15 de marzo de 2014 fui con dos amigas que me acompañaron a la plaza Pringles de Rosario. Los fines de semana se pueden adoptar perros y cachorros de la protectora. Quería sentir que estaba haciendo algo bien, que salvar una vida era algo que nada podría igualar. La elegí a Nina un 15 de marzo, mientras un ápice de egoísmo se escondía dentro mío por quedarme sólo con una y descartar a las demás. Haya sido suerte, destino o casualidad, ahora, cada vez que estoy lejos de casa, deseo volver para tener el honor de ver bailar su rabo mientras me mira sonriente (porque los perros también sonríen.)

Nina me entiende. Sabe presagiar mis estados de ánimo. Me acompaña como nadie supo hacerlo, en silencio, con su cabeza en mi falda y con unos ojos que dicen más de lo que podría decirme cualquier persona. Su energía me traspasa y me reanima. Cuida mis noches taciturnas para enseñarme que no hacen falta las palabras para querernos con ese cariño que sólo la sinceridad regala. Con Nina duermo tranquila; ella vela por mis sueños. Y la mañana se convierte en el mejor momento del día cuando se agazapa para saludarme y llenarme de besos.

A veces me hace enojar. Cuando viene gente a casa no puede evitar emocionarse, correr, saltar, sacarme la paciencia. Después la miro y la quiero como siempre, porque así es ella: una cachorra hiperactiva. Cuando vamos al parque se revuelca en el pasto (más de una vez quedó negra por ser blanca), mientras vigila de reojo mi reacción con una cara de provocación que me dice "mirá lo que estoy haciendo". La reto y corre. Corre y se le vuelan esas orejas dobladas que tanto me gustan. Persigue a los pájaros, sus únicos amigos. Con los perros por ahora no hay forma de socializar.

Es aficionada a los masajitos en la panza y a los huesos de juguete. No le gusta que le toquen la cola; si de respeto se trata, los atrevidos le caen mal. Suele encontrar los momentos más oportunos para reclamar atención: cuando estoy instaladísima estudiando es el instante justo para asomarse sobre mis apuntes y mirarme con el hocico alargado y unos ojos repletos de lástima.

Si hay algo que aprendí es que la vida se resume en este eterno presente: un presente que incluye historias pasadas y proyectos futuros pero que se mantiene latiendo con lo que somos hoy. Acá, ahora, en este día, soy el amor que recibo. Y mi perra es parte de este capítulo de mi historia. Quienes tengan o hayan tenido mascotas sabrán de lo que hablo. El daño y el abandono que sufren muchos animales es algo que no puedo entender. ¿De verdad hay gente que no se conmueve con sus miradas de tristeza, sus cabezas gachas como implorando cariño y su terrible agradecimiento aún hacia la más tímida de las caricias? No puedo evitar estremecerme cada vez que conozco historias de animales que son víctimas del desamparo. Jamás los subestimen; jamás rechacen el poder que tienen para hacernos felices. Para cobijarnos con un amor eterno e infinito.

Sin duda, si retrocediera el tiempo al 15 de marzo del año pasado, volvería a elegirla. Volvería a quedarme con Nina, la glotona, la juguetona, la excesivamente cariñosa y enérgica.

-¿Querés la del antifaz?- me habían preguntado.
-Sí, la del antifaz con rabo que está dormida.

Bastó un segundo para saber con certeza que en ese momento en el que me asomé a la jaula, me estaban presentando a mi gran compañera; aquella que estaría junto a mí pase lo que pase. Aún cuando viajo y no puedo verla, ella permanece en mi alma. Gracias, Nina. Tus ojos me agradecen esta unión todos los días. Yo no te salvé. Fuiste vos quien me salvó para siempre.