lunes, 20 de octubre de 2014

Poder decir adiós




Un día antes de irme nunca podía dormir. Mis ansias por volver se mezclaban con la nostalgia de dejar este rincón del mundo que era mío, sólo mío. Así esperaba que el sonido del despertador iniciara oficialmente los últimos minutos en la ciudad para partir con rumbo hacia otra. 

Después de cerrar el bolso a todo pulmón, bajaba los escalones con un alma deshabitada que me pesaba en los hombros, en las rodillas y en el corazón. No había otra forma de sentirme. La soledad inoportuna que me persigue, embiste contra mí y me pisa los talones constantemente se convierte en mi sentencia.

El trayecto era siempre el mismo. Las avenidas y las callecitas pasaban desapercibidas en mi mente volátil y enajenada. Sólo podía pensar en el largo recorrido que me quedaba por delante; en las largas horas de espera sin hablar con nadie. Deseando llegar. Deseando quedarme ahí. En un lugar o en el otro, y no en esa mitad perturbadora e inquietante. Siempre odié los equilibrios, los grises, los entretiempos. Yo sólo quería un extremo. Quería dejar de ser nómada para convertirme en sedentaria y no tener que lidiar con la vida a larga distancia. Hasta me dí el lujo de pensar que nadie que no viviera lo que yo estaba viviendo podía entenderme, podía sentir un poco de lo que se siente deambular como itinerante. 

Los semáforos pasaban uno tras otro como en una película que avanza sin ánimos de detenerse. Ahí estaba yo; sentada en el asiento de atrás, pensando en lo lindo que se siente estar en casa. Pensando en lo horrible que son las despedidas (y en que definitivamente no deberían existir.) Gustavo yo te quiero, me gustan tus canciones, pero poder decir adiós no es crecer, es una cagada.

 La espera de subir al colectivo se hace eterna. Las lágrimas se amontonan en un rincón interno del pecho, intentando no sublevarse para salir airosas de una situación triste. El saludo previo a arribar es siempre con premura; no sé por qué los adioses son breves, como si nos costara enfrentar el vacío que nos deja la partida. Subo despacio, sin querer despegar los pies de este suelo que me acerca a los que más quiero. Miro por la ventanilla y los encuentro sonriendo, abrazados como siempre los pienso. 

Es ahí, en ese instante efímero, cuando una mano se agita dulcemente mientras un motor arranca y el colectivo hace marcha atrás. Es ahí, en esos segundos inmortalizados en mi alma, cuando miro dos rostros emocionados que me despiden y me susurran: Buen viaje, mi vida





-dibujo por Troche
(portroche.blogspot.com)


1 comentario:

Be dijo...

Como siempre tus palabras son una maravilla. Encantada de leerte de nuevo.
Un besito desde http://carminyarmadura.blogspot.com.es/