viernes, 31 de enero de 2014

Aprendiz de la ausencia



En un cuaderno color naranja con lunares blancos ando escribiendo mis des- y mis a- venturas anuales. Me gusta guardar recortes de lo que vivo para poder encontrarme con ellos más adelante, cuando el paso del tiempo y la memoria me juegan una mala pasada y ya no es tan fácil hacer tangible aquellos momentos que habité.

Hace unos días y casi sin querer, escribí: Me cuesta ser aprendiz de la ausencia. Y a partir de ahí, un montón de imágenes y sensaciones varias se acumularon en mi cabeza. Como si la palabra ausencia estuviera recubierta de tantos, de muchos, de demasiados nombres, personas y rostros. Cuando pienso e imagino algo, mi poder de observación se potencia, todo lo que se cruza conmigo es proclive a hacer analizado una y otra vez, llenándose de mi compasión y empatía.

Como lo venía vislumbrando, una de las primeras imágenes que apareció en mi cabeza fue mi abuela materna. Tan simple y serena que conmueve a cualquiera que pasa por su lado. Vive en un lugar chico para aquellos que estamos acostumbrados a la gran ciudad, pero se disfruta tanto que es casi el sitio ideal donde vivir y olvidarse de los problemas. Viajamos en familia a Colón, Entre Rios desde que tengo conciencia y memoria. La tranquilidad que disfruto sentándome con una reposera a tomar mates es algo que no puedo describir. Nací junto a eso; toda mi infancia está envuelta por el olor a vereda y pasto mojado.

Mi abuela vive hace más de diez años sola. Creo que lo que más me emociona de verla es saber que logró sobrellevar una ausencia muy fuerte que en más de una ocasión, imagino, la habrá despertado sobresaltada mirando el otro lado de la cama. La partida de mi abuelo dejó un vacío muy grande; su voz inundaba cada rincón de la casa, su risa era de las contagiosas, su hiperactividad lo hacía un ser especial. Apalear esa falta no habrá sido tarea sencilla. Sabina lo dijo bien claro: "La vida se hace de escombros y de cenizas que siguen ardiendo"...

Mujer calma pero con carácter, tierna y dulce cuando quiere, aunque tímida para demostrarlo demasiado. Sale, hace las compras, se cruza con amigas, charla mucho y cuenta historias desde la raíz. Si escribiera un libro, no tendría final. Su gran amor, después de la ida de mi abuelo, es Matías, uno de mis primos que inexplicablemente se contagió de una retahíla de gestos, manifestaciones y formas de ser de mi abuelo. Nos habla de él y hasta por teléfono puedo imaginar sus ojos brillando como muestra de admiración y entusiasmo.

Hoy, que la miro sentada con la mirada perdida me pregunto en qué estará pensando. Qué sentirá cuando almuerza acompañada de su radio mientras se sienta en la punta, el lugar de mi abuelo. Hay noches en que la imagino acostada haciendo sus crucigramas con el silencio devastador de la casa grande y recuerdo con una sonrisa su susurro: "Hola, mi reinita hermosa". Es como si la escuchara de verdad.

Yo quiero que me enseñe, que me enseñe a ser buena aprendiz de la ausencia que tanto miedo me da.