viernes, 28 de noviembre de 2014

Del amor y otros demonios


Por ahí escuché un silbato. Unos gritos de fondo que se mezclaban con esa angustia que da ponerle un punto final a algo. "Esto debe ser lo que uno siente cuando se apasiona", me dije. Estaba temblando mientras un cúmulo de lágrimas me empezaron a salir de adentro. De mi pecho, de mi alma, de mi corazón. Lloraba sin saber por qué, amando a más no poder algo que no era tangible, que sólo podía descubrirse entre dos colores que conozco desde que abrí los ojos para percibir la luz. 

Lo descubrí: estaba llorando de tristeza. De esa tristeza que otorga la desilusión, ese globo que se pincha de repente. Ahí estaba yo. Sintiéndome una idiota por llorar de esa forma. Mirando la pantalla mientras todo se nublaba por las lágrimas. Qué patético llorar por esto, pensé. Me imaginé en el podio de la gente que no encuentra motivos por qué llorar y llora por cosas inexplicables. Y no. No estaba llorando nada inexplicable. No estaba mariconeando por el resultado de un partido. Estaba emocionándome por querer así, por tener un sentimiento inmenso hacia algo que no puede comprenderse. 

Cuando era chica siempre fui una ferviente fanática del gran equipo de mis amores. Padre se encargó de regalarme esa herencia. Tenía ocho años y mi frenesí era enorme. Me sabía la formación entera, tenía la camiseta firmada, miraba todos los partidos, me enojaba, me indignaba, me emocionaba.... en fin, amaba con pasión. 

Pasó el tiempo y me aflojé. Nunca creí en esa violencia que genera el fútbol y hace que todo se tiña de un odio extremo. Parece increíble pero cuando uno ama con ganas... termina odiando con mayor avidez. Y ahí, en esos extremos, jamás me gustó estar. Acá no se convence de nada, acá se alienta. Los discursitos tontos intentando generar aversiones, los regalo. Además, creo que también sentí esa exclusión por la que casi irremediablemente (y es triste que sea así) pasan las mujeres. "Vos sos minita, salí de acá. No podés opinar". Por suerte, en mi casa las puertas siempre estuvieron abiertas para escucharme preguntar por un off-side.

No pensé nunca escribir sobre esto. Más que nada porque la pasión es algo tan inexplicable que intentar ponerlo en palabras, para alguien que no lo siente, es un acto frustrante. Sería en vano intentar llegar lejos. Yo amo. Amo un sentimiento que no tiene razón pero que es inmenso. Amo esto que me pasa cuando veo entrar a mi equipo a la cancha, y las banderas bailan y la gente canta emocionada, grita, palpita, tiembla, late. Amo un legado, una tradición, un sentimiento que tengo desde que nací. Grito un gol y me abrazo con mi papá. Y a él le debo esto. Gracias por hacerme hincha del más grande para mí. 

Para mí, sólo para mí. Porque para el hincha de Nueva Chicago, de Huracán, de Racing, de River... su equipo siempre va a ser el más grande. Y a mí eso poco me importa. 

Hoy estoy triste pero emocionada. Me quedo con las ganas del triunfo pero nada puede hacerse más que saber aceptar la derrota, bancarse las cargadas y todo lo que viene después. Al amor no me lo saca nadie. Creo que esto tiene de apasionante querer algo con tanto ímpetu: el sentimiento crece, aumenta, se infla tanto como esa ilusión que tenía antes de comenzar. Y me gusta que sea así porque los malos tragos existen... pero las revanchas también. 


lunes, 20 de octubre de 2014

Poder decir adiós




Un día antes de irme nunca podía dormir. Mis ansias por volver se mezclaban con la nostalgia de dejar este rincón del mundo que era mío, sólo mío. Así esperaba que el sonido del despertador iniciara oficialmente los últimos minutos en la ciudad para partir con rumbo hacia otra. 

Después de cerrar el bolso a todo pulmón, bajaba los escalones con un alma deshabitada que me pesaba en los hombros, en las rodillas y en el corazón. No había otra forma de sentirme. La soledad inoportuna que me persigue, embiste contra mí y me pisa los talones constantemente se convierte en mi sentencia.

El trayecto era siempre el mismo. Las avenidas y las callecitas pasaban desapercibidas en mi mente volátil y enajenada. Sólo podía pensar en el largo recorrido que me quedaba por delante; en las largas horas de espera sin hablar con nadie. Deseando llegar. Deseando quedarme ahí. En un lugar o en el otro, y no en esa mitad perturbadora e inquietante. Siempre odié los equilibrios, los grises, los entretiempos. Yo sólo quería un extremo. Quería dejar de ser nómada para convertirme en sedentaria y no tener que lidiar con la vida a larga distancia. Hasta me dí el lujo de pensar que nadie que no viviera lo que yo estaba viviendo podía entenderme, podía sentir un poco de lo que se siente deambular como itinerante. 

Los semáforos pasaban uno tras otro como en una película que avanza sin ánimos de detenerse. Ahí estaba yo; sentada en el asiento de atrás, pensando en lo lindo que se siente estar en casa. Pensando en lo horrible que son las despedidas (y en que definitivamente no deberían existir.) Gustavo yo te quiero, me gustan tus canciones, pero poder decir adiós no es crecer, es una cagada.

 La espera de subir al colectivo se hace eterna. Las lágrimas se amontonan en un rincón interno del pecho, intentando no sublevarse para salir airosas de una situación triste. El saludo previo a arribar es siempre con premura; no sé por qué los adioses son breves, como si nos costara enfrentar el vacío que nos deja la partida. Subo despacio, sin querer despegar los pies de este suelo que me acerca a los que más quiero. Miro por la ventanilla y los encuentro sonriendo, abrazados como siempre los pienso. 

Es ahí, en ese instante efímero, cuando una mano se agita dulcemente mientras un motor arranca y el colectivo hace marcha atrás. Es ahí, en esos segundos inmortalizados en mi alma, cuando miro dos rostros emocionados que me despiden y me susurran: Buen viaje, mi vida





-dibujo por Troche
(portroche.blogspot.com)


martes, 14 de octubre de 2014

Mejor no me quieras


En un espacio definido por pocos metros, estamos condicionados. Condicionados a que nos conozcan sin tapujos, sin demasiadas vueltas ni pretextos. Condicionados a que, casi irremediablemente, salga a la luz el huracán del que formamos parte. Suelo encontrarme con circunstancias como éstas, en donde me miro con alguien de cerca, bien de cerca. A veces me sorprendo de cuánta luz puede irradiar una persona que habla y se ríe como si cada segundo fuera único; otras, me indigno y después escribo...

En un colectivo que partía de Rosario a Mar del Plata, me encontré como tantas otras veces arrastrando mi bolsito y llevando a cuestas muchas ganas de abrazar a mi familia. Subí, me senté, me tocó el lado del pasillo, divino. Al rato llegó una pareja con todos sus petates, hicieron el mismo ritual que yo, hasta que encontraron su lugar frente al mío. Todo iba bien hasta que la voz del hombre me empezó a molestar un poquito. Un poquito bastante. En un promedio de tres palabras por segundo, este tipo hablaba, hablaba y cansaba. El momento exacto en el que giré al costado para mirarlo fue cuando su alegato eterno se empezó a convertir en un discurso ególatra y agresivo. Las palabras fluían de su boca como un sinfín de sermones en donde el único que tenía razón era él.

La pobre chica que lo acompañaba, sumisa y callada, sólo asentía porque, imagino, era la única forma de pasar desapercibida después de que su pareja la trató y la maltrató como quiso. 

-¿Ves que no sabés nada? Si no servís para nada. El que estudió acá soy yo. Vos no podés pensar, no podés opinar porque no sabés nada...

Mientras intentaba leer como podía y salteaba renglones del libro buscando concentración, no podía dejar de escucharlo. Era paralizante. Todo lo definía con quejas espantosas que salían de su boca constantemente. "No digas así, no hables así, ¿por qué tenés que ser así?"

Yo me pregunto, ¿qué hay que hacer en estos casos? ¿Qué hay que decir, qué hay que pensar? O mejor dicho, ¿qué hay que esperar? La bronca que empezó a surgir dentro mío fue en aumento. Después de que el aire acondicionado se rompió y una horda de voces vinieron del más allá para quejarse y arremeter contra la empresa, diciendo las mismas pavadas de siempre, se empezaron a descomponer un par. Por supuesto que el grandísimo idiota no perdió el tiempo y le pidió al chofer si podía bajar al piso inferior. "Yo bajo, total mi señora se queda acá. Que se la aguante ella..."

¿Es posible que alguien así se sienta"muy macho" por creerse superior a todo? Tan chiquito debe sentirse su ego al lado de la tremenda mujer que tiene que, obvio, la única solución es inflarlo. Por eso la maltrato, la puteo, la hago sentir inservible. Un cero a la izquierda en un mundo de números infinitos. ¿Cuándo será el día en que hombres y mujeres puedan convivir en igualdad? Con esto recuerdo el inmenso discurso que dió Emma Watson  en la ONU. "Es hora de que veamos a los géneros como un conjunto en vez de como un juego de polos opuestos", dice. Son increíbles sus palabras, abarca todo lo que debería esperarse de las relaciones entre ambos sexos. 

Pasé más de ocho horas deseando no volver a escuchar ninguna voz. Sigo pasando horas deseando que esa pobre mujer deje de estar al lado de un imbécil que no sabe lo que es quererla. Porque yo, como mujer, pienso: Si me vas a querer así, no te gastes... mejor no me quieras. 





miércoles, 10 de septiembre de 2014

El Otro


"Cada vez que la sociedad deja sin medios de subsistencia al hombre pequeño, mata el funcionamiento normal y el autorrespeto normal del mismo y lo prepara para aquella última etapa en la que estará dispuesto a asumir cualquier función. Las calamidades de nuestro tiempo pueden convertirlo en cualquier momento en juguete de la locura y la crueldad". 


Intentando estudiar encontré esto. Un texto escrito por Hannah Arendt en Noviembre de 1944, dentro del libro "La tradición oculta". Apenas leí la primer parte, la marqué como suelo hacer con cosas que me llaman la atención. Cuando leí la segunda oración, agregué un "genial" al costado del fragmento. Un genial que es real y por ser real, también es lamentable. Un texto escrito hace sesenta años atrás nos está mostrando una realidad que ya pisa nuestros talones. 

Hannah Arendt, alemana, judía, filósofa y autora de destacados libros, es quien se pregunta por la responsabilidad de aquellos que sólo cumplían órdenes dentro de la Alemania nazi. ¿Desde cuándo es un crimen cumplir órdenes? Para ella, el llamado "padre de familia", quien sirve a la "maquinaria de la aniquilación", es el que se transforma de miembro responsable de la sociedad interesado en asuntos públicos a alguien pendiente únicamente de su existencia privada.

Cuando terminé de leer, pensé inconscientemente como en las novelas: cualquier semejanza con la realidad... es pura coincidencia, ¿no? ¿Por qué un texto de 1944 puede compararse tan fielmente con este 2014?  ¿Qué es lo que está pasando en nuestra sociedad?

Es fácil mirar el caos que nos rodea mientras nos convertimos en un Poncio Pilato que se lava las manos. Incluso puede parecer fácil opinar sin haber vivido o sin haber sentido lo que una persona, víctima de la inseguridad, siente. Entiendo la bronca y el dolor que hay, pero pasar de eso al rencor, al odio, al "querer matar a todos" porque sí, porque se nos canta, no puedo comprenderlo ni de casualidad. ¿No estamos actuando nosotros como ese padre de familia que deja de lado lo público para mirar sólo y únicamente su existencia privada? ¿No es un hombre egoísta aquél que se queja y sólo ve a la inseguridad cargada de hechos delictivos y criminales como algo que es parte de gente que "vive en la villa", "que es ignorante y delincuente" y que por eso merece morir?

¿Qué pasa con aquellas personas que en algún momento fueron pequeños niños que nunca tuvieron otra realidad para contemplar y vivir? ¿Quién soy yo para merecer más que ellos y por esa  misma suerte o casualidad de la vida, del destino, o de Dios, no haberme convertido en una persona que sale a robar? ¿Quién soy para tener más de tres pares de zapatillas?

Si a un chico no lo sacás de esa realidad que se cae a pedazos, si no le das una educación que le sirva como herramienta, si no le enseñás ni le hacés ver valores en su entorno... ¿Cómo pretendemos encontrar algo diferente de aquello que está pasando? ¿Qué es lo que nos asombra? ¿Que no haya "humanidad", acaso? ¿Cuál es la humanidad que ponemos en práctica nosotros? Estoy de acuerdo con que ninguna persona puede decidir sobre la vida o la muerte de otra. El arma resulta un instrumento de poder que llena de impotencia. Manipularlo significa que manipulen nuestra vida. Pero, ¿cómo hacer valer la vida de otro cuando la propia vida no vale nada?

La gente está cansada, y es entendible. Yo también estoy cansada de prender la tele y escuchar noticias repetitivas días tras otro, día tras otro. Y me angustio, me pongo mal, me lleno de empatía y agradezco otro día más de que mi familia esté bien. Pero cuando escuchás a alguien que no tiene vergüenza en decir: "Esos chicos son unos reverendos hijos de puta", ¿qué se puede pensar? A esos chicos, señora, le robaron la vida que merecen: le robaron sus derechos.

Juro que no entiendo qué es lo que podemos pretender si paralelamente a la tan nombrada inseguridad, se sigue discriminando, se sigue faltando el respeto, se siguen incumpliendo normas... ¿Cuánta humanidad tenemos nosotros que no salimos con un arma pero que nos cruzamos de brazos ante todo el que pasa por al lado?

Sé que muchos piensan diferente. Me cuesta aceptarlo, pero lo respeto. Esta situación nos pasa por al lado, nos toca, nos empuja, nos hace reflexionar muchas cosas. Es un problema de años, de gobiernos malos, de políticas aún peores, de falta de justicia y de educación. De sociedades envueltas en ese individualismo de existencia privada en el que somos yo, yo y nada más que yo. No se soluciona de un día para el otro, está claro. Aunque estaría bueno reflexionar sobre cuánta responsabilidad nos merecemos y cuán culpable es ese "otro" al que miramos con ojos hostiles.



"Las calamidades de nuestro tiempo pueden convertirlo en cualquier momento en juguete de la locura y la crueldad". 


jueves, 17 de julio de 2014

Ayudar a nacer



Hay tantas escalas de grises como infinitos estados de ánimo. Esa paleta de colores sin colores convierte a las palabras en sólidas mordazas que lastiman; a la violencia la lleva a engendrar más violencia; al optimista lo funde en pura energía negativa que lo transforma en un pesimista con ánimos poco resueltos a arrepentirse. En definitiva, lo que me está pasando es que no puedo camuflar la sensación que me produce la falta de respeto, la agresividad, la bronca canalizada en los demás.

Será que mi sensibilidad no se acostumbra a todo lo que lamentablemente ya es considerado como "normal". No hablo sólo de la agresión que se vive en las calles, sino también de esos maltratos que se ven a diario en una crédula conversación, en las redes sociales o, incluso, en cualquier simple encuentro cara a cara; mutando todo hacia un estadio de tensión, de disputa y hasta de imposición de ideas sobre otras. Es tan avasallante y contagioso que la realidad se contamina hasta llegar al egoísmo y a una apatía propensa a crecer. El otro no nos interesa; su opinión, menos. Vivimos encapsulados en nuestro ego, creyéndonos ombligos de quién sabe qué. 

Dentro de todo este pronóstico que diagnostica nubosidad en aumento, pensé que sólo la valentía de atreverse a cuidar y proteger a alguien es lo que seguramente hace cambiar, al menos un poquito, nuestra visión. La idea de traer algo nuevo a este mundo es lo que hace que irremediablemente ese lugar tenga que verse de otra manera. El hecho de ser madre o padre debe ser algo tan maravilloso para muchos que, por no tener una experiencia propia, sólo puedo intuirlo por las palabras cargadas de amor que veo en personas de mi entorno que tienen la gracia de vivirlo.

Uno de mis tíos fue papá hace unos meses y juro que jamás lo sentí tan extasiado y abstraído con algo como con su pequeña Francina. Una amiga eterna de la infancia, Evelyn, es mamá hace unos años y está enamorada de su hijo aún antes de verle la carita. 

Un caso especial que quiero contar es el de una amiga a la distancia que espera la llegada de su primogénita con tantas ansias que contagia sus anhelos de madre primeriza. Cuenta las semanas de embarazo, pone fotos de su hermosa panza, diseña la habitación de la beba con una dedicación inmensa. En definitiva, lo que hace es llenar de amor cada rincón que la rodea para recibir a Matilda como se merece. La pequeña hace retrasar la bienvenida que quiero darle a más de 3000km de distancia.

Sin ir más lejos, Padre todavía conserva una calidez única en su interior porque no se cansa de hacer tangibles los recuerdos que tiene de sus hijas andando en pañales. "Qué grande que estás, negri", dice cuando se emociona. Vuelve al pasado siempre que puede. Pero en especial, a nuestro pasado: el de hijas recién nacidas.

Todo esto es una gran hipótesis cargada de preguntas. No sé realmente lo que se siente ser completamente responsable de alguien tan frágil e inocente; no sé lo que se siente enseñarle de a poco a pisar este suelo, a que crea en sus convicciones y valores, o a que sea valiente cuando haga falta. Pero imagino que, para un padre, el hecho de saber que existe es un motivo para que el mundo sea visto con otros ojos.

Esto que propongo no tiene que ver únicamente con la meta de formar una familia. La idea de "ayudar a nacer" se relaciona con hacer germinar algo nuevo y que eso crezca cada vez más. Porque en definitiva, lo importante es aquello que dejamos; esa posibilidad de contagiar luz. Algo tan inmenso como el amor de los hijos.


martes, 8 de julio de 2014

Ojalá te enamores



"Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio."
                                                                             Capítulo 93 de Rayuela




Cuentan por ahí que existe un dictamen que hace estremecer a más de un montón. Una maldición gitana que provoca eternos insomnios con noches de desvelo, desazón y todo tipo de ilusiones; muchas de ellas, quiméricas. "Ojalá te enamores", dicen y maldicen. Ojalá te enamores porque no es para cualquiera la aventura de vivir con frenos y desenfrenos constantes. Ojalá te enamores porque enamorarse es sólo para aquellos que se juegan por el suspiro de una mujer que baila, o por la risa de un hombre que sabe reírse de sí mismo. 

A mí nunca me dio miedo el amor, sino el desamor. La sensación de tener un corazón fragmentado en mil pedazos; eso es lo que me aterra. Me aterra porque lo sentí. Y esa sentencia maligna que tanto promulgan los gitanos, contiene justamente aquél desamor inoportuno que de golpe y porrazo nos deja abatidos en un lugar amorfo sin dirección. Es como si el mundo que hay dentro nuestro empezara a resquebrajarse de a poquito. Por un instante, ese mundo se resume en nuestro corazón. En el terremoto interno que se esconde allí. 

Dentro de aquél contrato imaginario del amor, la posibilidad de que una de las partes se desenamore, existe siempre. Eso es lo que duele. Como no depende únicamente de nosotros, tenemos que aceptar que no se puede mantener una estabilidad constante en algo que se construye de a dos. ¿Existen los amores para toda la vida? ¿Acaso se puede obligar a alguien a amar? Tarde o temprano, la venda de pura admiración y éxtasis que sentimos en un comienzo, se empieza a correr. Y ahí es donde elegimos querer de verdad. Con virtudes, defectos, con días horribles, con ligeras distancias. 

Qué sentencia macabra enamorarse... ¡pero cuántos colores nos dibuja en la sonrisa! Ojalá te enamores una, dos, tres veces, para poder pintar un arco iris adelante de las nubes y contar constelaciones de lunares que no te dejen de mirar.


domingo, 22 de junio de 2014

Modelo tetas 2.0



-Vos no te pongas celosa porque no tenés tetas, eh...

Así, de manera tan contundente, resumo el pensamiento de un "pibe de boliche" como los de hoy. Así me lo contó una amiga. Así que... sólo imaginen cómo se puso la feminista que guardo dentro de mí. 

Hace rato que no salgo a bailar. Hace rato que dejé el bolichongo de lado. Si voy, he decidido que sea sólo por obligación cumpleañera o, en todo caso, por estar muriendo de ganas de bailar unas cumbitas. Quizás poco a poco me estoy convirtiendo en una señora mayor y estas ganas de dejar la bailanta de lado forman parte de los primeros síntomas. Puede ser. Todo puede ser. 

La realidad es que me conformo con ir a un bar, escuchar música, tomar algo y poder sentarme sin que me pisen, me empujen o me empapen con un vaso repleto de fernet. Mientras tanto, en un mundo paralelo, la gente sigue saliendo a estos antros, sigue haciendo la cola con documentos prestados (la mayoría son pobres criaturas de 15 años) o, peor aún, siguen ingresando con cuarenta años creyéndose de dieciocho. 

No puedo disimular mi postura porque inevitablemente me salta la chispa de adentro. Cuando era más chica no me daba cuenta; quizás por el fervor y el entusiasmo de la juventud que recubre el momento dando una ilusión de que todo está perfecto. Después de unos años, veo la cosa de otra manera. ¿Por qué tengo que soportar que me miren como si estuviera en la vidriera de un lugar y yo fuera el maniquí? ¿Por qué tenemos que seguir ese modelo de mujer "perfecta"; piernas largas, cintura pequeña y busto exorbitante? Ahí van las mujeres a teñirse los pelos hasta decolorarlo en un rubio platinado que no da más, a empilcharse con la última moda, a operarse hasta que ningún gesto de la cara se note. Es todo tan frívolo que lloran y ríen de la misma forma. Me da tanta indignación ese modelo de mujer que se implanta en los medios, que sólo pensar en una comunidad de mujeres sin cerebro me aterra. Pero además, tener una manada de perros hambrientos que se excitan como idiotas por un par de tetas es algo que me molesta mucho. Si no sos una dichosa poseedora de ellas, te encontrás con alguien en un boliche que te lo hace saber. "No te pongas celosa, yo te estoy mirando igual, mamita."

Revistas, publicidades, televisión con comerciales patéticos que no hacen otra cosa que dejarnos en un nivel de estupidez total. En el boliche todo esto se hace tangible en masa. Cualquier nabo se te acerca haciéndose el galán con su celular último modelo, mientras te inspecciona de arriba a abajo y te invita un trago. ¿Acaso tengo que acceder a conocerte por obligación? 

Me topé varias veces con gente que no puede mirar más allá de su propio ombligo. No le recomiendo a nadie intentar mantener una charla con alguien así; imposible remarla. Cuando ya no se puede disimular la mala onda, los esfuerzos por hacer más ameno el encuentro tampoco son suficientes. Entonces intentás ponerte en sus zapatos, indagar por qué piensa con un grado de pelotudez extrema. Y no. No podés entender por qué. Te resignás y sólo te compadecés pensando: "Pobre... ya se va a dar cuenta".

Pobre de los dos. De los ellos y las ellas que no saben que todo se cae, todo se va, todo vuelve a su punto cero. Que nada es para siempre salvo aquello que hacés con las ideas que se guardan ahí, atrás de eso que está tapado por la tintura.


Por el pelo de hoy, ¿cuánto gastaste?

jueves, 5 de junio de 2014

Madame G



Glenda llega y no saluda a nadie. Su voz imperceptible y desafiante la delata: ningún ser le va a caer bien haga lo que haga. Acá se viene a trabajar, señores. Se sienta delante del escritorio y con una mirada que va de izquierda a derecha, inspecciona cada banco, cada brazo que se posa sobre los apuntes, cada silencio que, por cierto, le resulta placentero en esa habitual cueva de bochinches.

Es fanática de los conceptos de memoria, las frases duplicadas, los parciales que tienen una similitud idéntica a los textos que hay que leer y releer. No se renovó; desde que empezó a dar clases sigue manteniendo esa postura. Tampoco renovó su buen humor: sigue siendo igual de gris que hace quince años atrás.

Glenda no habla, susurra. Y en ese cúmulo de palabras débiles te enteraste de un parcial, de un trabajo grupal para la próxima semana, te aburriste, bostezaste, la miraste, te miraba y deseaste que no corrigiera ella tu examen. 

No se saca la bufanda; el saco a veces lo deja en el respaldo de la silla, pero sólo cuando el sol de la ventana le contagia su calor matinal. Glenda tiene lentes que la caracterizan, se viste de oscuro y lleva el pelo suelto; es formal, severa y discreta. Fue mamá hace muy poco. Después de saberlo, no hay forma de imaginársela con un bebé en brazos. ¿Será que acaso impone un disfraz que oculta detrás de sus gafas desafiantes?

Para hacerle a honor a la investigación de la que tanto habla, formulo hipótesis, enunciados supuestos, porque en realidad (y por suerte) no tengo el (dis)gusto de conocerla.


viernes, 16 de mayo de 2014

El artefacto jamás creado


Era el último invento creado en perfecto secreto. Nadie debía enterarse de las posibilidades que permitía el artefacto; de no ser así, habría que esconderlo para evitar la búsqueda desesperada por parte de multitudes que no descansarían hasta encontrar aquello que correspondía con la maravilla y la novedad. 

Como alguien que se siente observado, me encerré en el cuarto del fondo y encendí el aparato con los dedos temblorosos y un pecho totalmente movilizado. Subí el volumen. Busqué la estación que coincidía con la fecha remarcada en mi memoria cual huella inalterable a pesar del paso del tiempo. FM 14.12. Esa era la señal. Esperé ansiosa en silencio, mientras mi corazón se estremecía con latidos taquicárdicos. 

Oí una voz que se entrecortaba. Moví el artefacto hasta dar con una mejor señal que me permitiera lo esperado. Después de varios intentos impacientes, logré hacerlo andar. Ahí estaba la voz que quería escuchar luego de tanto tiempo. Ahí estaba concretizada la magia de la tecnología en algo bueno, certero, en algo que sirviera para consolarme e intentar vivir un poquito menos triste. Las palabras de mi abuelo fluían en ese armatoste de metal y plástico, y yo no paraba de sonreír. Me estaba hablando él. ¿Se podrá decir "en vivo y en directo" en estos casos? Pero sí, ¿por qué no? Estaba vivo, ahí. O estuviera donde estuviera. El invento jamás creado me daba la posibilidad de escuchar lo que quería decirme él en ese preciso instante. ¡Era un milagro!

De tanta felicidad acumulada, no pude reaccionar por unos cuantos minutos. "Nena, nena, nena... ¿estás ahí?" Como si quedara alguna duda, me dijo el nena que usaba siempre para no confundirse de nombre de nieta. Podía ser Florencia, Camila, Agustina, ¿qué más daba? Era una de sus nenas. 

Me había olvidado completamente que la gran virtud del aparato era lograr una conversación mutua. Yo no sólo podía escucharlo, sino también responderle. Y ahí, en ese torbellino de muchas palabras que intentan salir después de diez años de no escucharlo y de no poder hablar con él, me acerqué al artefacto por puro instinto y le susurré: "Sí, abuelo, te escucho. ¡Cuánto te extrañaba!".

sábado, 26 de abril de 2014

Un amor que me desarma


-¿Cuál de todas elegís?- me había dicho la señora.
Mientras me retorcía por dentro pensando en que elegir una, era descartar a las demás, las miré dormidas, tan lindas, y después de un acto contradictorio de amor y egoísmo, la elegí a ella. A Nina.

Al comienzo, todo formaba parte del anhelo de tener una mascota como compañía. Luego esa ilusión se concretizó en cuatro patas y un rabo que baila cuando vuelvo a casa. Nina es blanca, con manchitas marrones y una mirada que, literalmente, enamora. Muerde todo lo que se cruza en su camino y juega hasta quedarse dormida en el ropero. 

Como pseudo-madre empecé haciendo estragos. Ya se me cayó de la cama, se dobló la pata y anduvo con medicamentos perrunos. También se quemó con agua caliente por cruzarse en un momento inoportuno. De a poco, voy evolucionando. Ahora está bien. Se mantiene sana con mimos y mucha atención de mi parte. Me esfuerzo para llegar a devolverle una porción de todo lo que recibo de ella. 

Es cierto, muchos son los perros que necesitan del cuidado y la calidez de una familia para poder vivir como se merecen. A diario los vemos en las calles, sobreviviendo, asustados por la voz humana, hambrientos, tolerando pedazos de pan duro y huesos limpios. Pero para nosotros, seres con escasez de sabiduría, la compañía de un perro es un acto sublime, en mi opinión, imposible de menospreciar. El perro es fiel, auténtico, perfecto admirador de nuestras virtudes y flaquezas. Cuánta falta nos hace una buena dosis de su lealtad incondicional.

Insegura y con miedo, me arriesgué y elegí cuidarla. Al final de todo, Nina es quien cuida de mí. Hoy, después de un mes y medio de despertarme con su cabeza en mi almohada, de intentar enseñarle, de alegrarme cuando aprende, de aprovecharla y reírme, de enojarme y caer rendida ante su mirada... de lo único que me arrepiento es de no tener la posibilidad de que me cuiden muchas Ninas más.



viernes, 18 de abril de 2014

Qué bonita vecindad



A las seis de la mañana un despertador madruga y se hace escuchar a viva voz. En este espacio diminuto cada ventana se saluda, cada habitáculo vecino es como la sucesión del propio. Cada pequeño rincón limitado lleva adelante la enorme tarea de comenzar el día de manera diferente; a cada hora, a cada minuto, distintas historias respiran en simultáneo.

Mi despertador suena nueve y treinta, pero desde unas horas antes se siente el murmullo del reloj ajeno. Como si madrugar por obligación fuera poco, ¿hace falta recordar que en esas horas de insomnio absoluto, se percibe el ronquido de algún ser humano dormido, probablemente con la ventana abierta y cerca de ella? ¿En cuál de todas estará soñando?

A las once se escuchan gritos. Gritos que invitan a levantarse, a dejar la modorra, a decir ¡aleluya!, buen día.  Una señora, que vive en planta baja y que se queja por la manada de cigarrillos que le tiran desde arriba, intenta (siempre sin buenos resultados) que su hijo deje la fiaca y desayune, en vez de almorzar. La perseverancia de esta pobre mujer se extiende a lo largo de un par de horas. Sus palabras son progresivas: empiezan tiernas y terminan siendo un ataque violento: ¡O te levantás, o te levanto yo! Los primeros días imaginé que el pequeño holgazán estaba en todo su derecho (y en su edad) de disfrutar del sopor de las frazadas. Después me di cuenta que no, que la mujer convivía con un hijo que se excedía en años como para reposar hasta la hora de la merienda. El día que escuché su voz, la inocencia del infante que creía que era se cayó y se convirtió en un individuo con pocas ganas de salir a existir entre seres humanos. En definitiva, estamos con un caso de hombre maduro que no maduró, viviendo con su madre luego de una vida frustrada que todavía lo tiene sin aspiraciones para abandonar el lecho-pecho-techo materno.

Un caso especial es la historia de amor y odio que tenía una parejita  de vecinos bipolares. Tengo que declararlo: me obligaban a poner en mute el televisor. La tragicomedia del día empezaba cada mañana de manera diferente. Mientras ellos disfrutaban de su circo, era inevitable no pegarse a la ventana y escucharlos. En algunas ocasiones me reía sola. En otras, sufría con la pobre loca que lloraba y le echaba en cara una cosa tras otra al machista que tenía como novio. Escuchaba sus gritos, sus reconciliaciones y sus discusiones. Nunca pude determinar de qué piso eran pero gritaban tanto que parecía que los tenía adentro del mío. Creo que la historia llegó a su fin el día que se tiraron de todo. Hubo mucho portazo, mucho show, mucha alharaca. Ese fue el adiós a mi novela diaria.

Como si fuera poco, la existencia de un vecino (N/N para mí porque todavía no logré identificarlo) que desdeña por completo un hermoso cartel que dice que la basura se debe tirar en los contenedores de la calle, me pone de mal humor. Seguramente, este especimen piensa que mientras él deja su basura en el pasillo del primer piso, algún otro ser vendrá y de buen agrado le tirará sus restos olorosos afuera. Seguí mi intuición y llegué a la conclusión de que el vecino langa proviene de algún piso más arriba. Sólo se toma el trabajo de bajar hasta el primero para dejar las bolsas ahí. ¿Qué hago cada vez que las veo? Las subo y las dejo en otro pasillo. Con ese acto, indirectamente le declaro la guerra a mi enemigo invisible; esté donde esté, viva donde viva. Juro que algún día lo voy a pescar dejándome sus bolsas asquerosas en mi pasillo y ahí lo quiero ver enfrentarse con mi figura intimidante de un metro noventa.

Nunca viví en un conventillo pero creo que esto es lo más cerca que puedo estar de experimentar algo similar. Acá se escucha casi todo. Y digo casi, porque en el todo sólo están exentos los susurros con  música fuerte. Nada más. Mi baño se comunica con el del vecino. En más de una oportunidad escuché el ruido de la ducha o el botón del inodoro. No me extrañaría que me odien por mis inevitables conciertos cuando me estoy bañando o mis charlas en soledad que consisten en preguntas y respuestas que me gusta entablar con mi yo interno. De sólo pensar que esto es real y concreto, y no pura imaginación mía, me agarra de sorpresa un insignificante sofoco. ¿De qué piso es la caradura que se cree cantante en ese cuadrado en el que está sumergida?

Si profundizo un poco más, ¿hace falta hablar del peligro que pueden causar las ventanas? Aunque me mortifiquen sus dimensiones de 2x2, mi  mayor disgusto es que son riesgosas. Todas dan a un patio interno. Es decir, abro la ventana y ¡oh, maravilla de la vida! Tengo un vecino al frente y otro a la izquierda, y otro a la derecha, y otro arriba, y otro abajo. Y uno no puede andar como se le antoje si no tiene ganas de que lo miren desde afuera. Todavía me cuesta determinar si vivo con una amiga o si estoy viviendo casi en sociedad, en una comunidad que se mira desde las ventanas y se conecta por la ventilación del baño.

La vida en estos recovecos no es nada fácil. Planta baja más tres pisos con alrededor de nueve departamentos por piso. A veces necesito ayuda; no sé si la música es para compartir y debe escucharse un dispositivo musical a la vez, o si estoy en todo mi derecho de arremeter contra la enésima repetición  que mi vecina hace de un tema de Pedro Aznar. No sé si mi departamento es parte de una gran, gran casa, o es un hospital con pasillos y muchos cuartos análogos, o si, en realidad, estoy viviendo en un espacio bien delimitado y cada ventana corresponde a una vida totalmente distinta. No sé si esta gente es mi familia, si de verdad necesito ponerle llave a la puerta o si somos todos perfectos desconocidos que nos decimos buen día por obligación, respeto y otras yerbas. Lo único que sé es que, por las dudas si me visitan, toquen el timbre del primer piso, departamento seis. A la historia mía... que la cuente otro.


miércoles, 26 de marzo de 2014

El papelón de la 203



Para los ávidos de siempre, el título no tiene nada que ver con el número de una habitación de Bariloche, o algo similar. Lamento anticiparlo: no todo es ocio y vacación. A partir de marzo, la vida da un vuelco apresurado. Hay algo más profundo, más inquietante, más académico: un aula de la facultad. Si había un lugar que me faltaba para sacar a relucir mis papelones, era éste.   

Todo en mi trayecto, hasta pisar los primeros metros de entrada, iba bien. Mi reproductor seguía andando como siempre y yo mostraba señas de andar vagando en la luna y la vía láctea. En un momento de descuido e inocencia, un grupo de estudiantes que milita en diferentes centros se abalanza sobre mí como si fuera una presa que intentan disputar. No hay espacios para dejar hablar al otro, el silencio no existe en estos ámbitos. Es una competencia; el que más palabras pueda incorporar en un tiempo estimativo de tres minutos, ¡bingo!, gana.  

Es mi primer día de clases, algo así  como un regreso a las bambalinas. Y la manada sigue persistente, mientras el reloj avanza, avanza, avan... "Mirá, disculpame pero estoy llegando re tarde y todavía tengo que buscar el aula..." Cuando yo creí que había encontrado la fórmula perfecta para triunfar, el muchachito de remera colorada se suma a mi camino, argumentando "No importa, te acompaño hasta allá". Bárbaro. No sólo tengo que subir esquivando gente, sino que además las esquivo de a dos, con alguien que no tiene un botón que diga pause.

Llegué al transparente donde cuelgan notas, horarios y aulas. Me fijé en Perspectivas Sociofilosóficas I. Aula 201, listo. Allá voy. Subí la escalera totalmente atormentada de tantas palabras. No podía reaccionar a ver tanta gente insistente, gritando, agitando papeles. Llegué al primer piso, busqué desesperada pero no encontraba nada. Me apabullé. "¿Buscás Perspectivas? Están allá...", me gritaron a causa de, imagino, mi cara exasperada. Desde la ventana de la puerta se veía que ya habían comenzado la clase. Cuando miré mi reloj me di cuenta que estaba llegando veinte minutos tarde. Veinte minutos perdidos por sortear gente. 

Entré como si nada. Una vez que pisé el salón y sesenta caras me miraron de lleno, caí en la cuenta de que estaban sentados en una ronda gigante. No bastó mi entrada malograda, sino que encima tenía que buscar una silla y colarme entre dos almas bondadosas para formar parte de eso que parecía una secta de gente en rehabilitación. Lo hice. Me senté como pude entre dos chicas que me miraron de arriba a abajo. Saqué mis cosas y todo prosiguió como cualquier clase teórica. 

Después de mi conmoción, empecé a relajarme. Me puse los lentes, me senté más tranquila, me apoyé sobre el respaldo de la silla y, simplemente, miré. Miré a mi alrededor. Los chicos de enfrente eran desconocidos. Los de mi derecha también; qué raro, pensaba una y otra vez. A los de la izquierda no los había visto nunca. ¿Será que la gente conocida cursa en la otra comisión? Luego de una hora y media de clase determiné que era imposible no reconocer un rostro. ¡¡¡UNO!!! Estoy en cualquier lado, menos donde tengo que estar, sospeché. Fue en ese momento cuando sentí que todo el mundo se había dado cuenta, como yo, de mi gran error.  Nunca mejor puesta la frase "sapo de otro pozo". Yo era la boluda de otra aula.

Cuando finalmente terminó la clase, lo corroboré. Estaba en la 203, cursando una materia que se llama Perspectivas Sociofilosóficas II con alumnos de entre 4to y 5to año. Con razón había tanta gente grande. Después de mi indignación me sentí la persona más colgada del universo. Lo único bueno para alimentar la llamita de positividad que hay en mi alma es que si el año que viene la curso, ya tengo los apuntes de la primer clase. 


martes, 18 de marzo de 2014

La ojota


Ser un deportista nato es una habilidad con la que lamentablemente se nace. Y lo digo así, con aires desoladores, porque el espíritu atlético es casi una forma de la personalidad: está ahí, llegó junto a vos con todo el combo incluido. No se tiene porque se quiere, sino por pura suerte. Hay personas que siendo apenas infantes ya practicaban deportes extremos, venían con la pelota pegada a los pies o desplazándose en el agua con una naturalidad singular. Hacer actividad física es una decisión propia, que cualquiera puede tomar, aunque ser un as de alguna actividad que merezca un par de zapatillas es una aptitud, muchas veces, heredada. 

Como era de esperar, yo nací sin esa destreza aunque mi ilusión siempre fue otra. Podríamos decir que soy la sucesora de una no-virtud que anda dando vueltas en mis genes. No tengo coordinación en mis extremidades y, aunque me encanta bailar, necesito una clase básica para todo. Mi primera relación con el deporte fue la natación: un desastre infrahumano. Madre sabrá determinar con exactitud cuánto tiempo fui, pero recuerdo que no fue muy extensa mi estadía. Aprendí a nadar, ojo, pero nunca pude tirarme como una persona normal desde el trampolín; sin contar que estuve no sé cuánto tiempo con el flota-flota al lado mío, digno compañero de aprendizaje. El crol siempre me salió torcido, en vez de respirar aire, tragaba agua.

Después de la experiencia natatoria, tuve un acercamiento a la gimnasia artística. Me gustaba; mi contextura me facilitaba aprender más rápido, tener mayor dominio de mi cuerpo e incluso, gozar de una flexibilidad que fue en aumento. Pero no era un deporte que me apasionara, más bien un hobby, un pasatiempo de esos como las clases de guitarra. (Además de que, entre nosotros, la malla de competición era espantosa.)

Ni hablar de la época del secundario: le metía actitud pero eso no alcanzaba para participar de los torneos intercolegiales. Yo solita saco a relucir mis victorias y me humillo. Sonará a justificación pero juro, juro, juro que tenía demasiados impedimentos: jugábamos al handball, todas mis compañeras eran gigantes y yo siempre con mi escasez de altura. No podía marcar porque era el colmo ver a un caniche intentar detener a un rottweiler. Estaba claro, ¿qué iba a hacer ahí? Mientras miraba, admiraba y anhelaba poder participar del equipo, había quienes casi no tenían que hacer esfuerzo alguno. 

Si al menos Padre me hubiera heredado su habilidad de arquero, mi situación quizás fuera otra. Pero no, soy una deportista frustrada que sale a correr para matar las penas de la desilusión. No dependo de nadie, salvo de mis pies. Porque aunque siempre fui una ojota, nadie me saca el par de zapatillas.




jueves, 6 de marzo de 2014

Hay historias que se celebran


-Le dije que se sacara el bigote porque así no me gustaba...
-¿Y qué hizo?
- Se lo sacó, obvio.

Hace veintiséis años atrás, en un lugar escondido en el universo, una pareja de jóvenes sincronizaba relojes: el mundo se había detenido en ese instante en que decidieron quererse.

El 5 de marzo de 1988, él llegó con un amigo luego de haber jugado un partido de fútbol con la intención de ser presentado a la hermana de la novia de éste. Ella estaba mal; la desazón que provoca el desamor no conoce de ligerezas. "Es cuestión de tiempo". Pero el destino, las casualidades y la alineación de los planetas, hicieron lo suyo: el día de conocerse estaba escrito. 

El joven interesado apareció de short rosa chicle, remera amarilla, ojotas y un infaltable bigote galán que buscaba resultar seductor. Los pantalones eran de los cortos, de los bien cortos. De esos que hoy resultan irrisorios. Ella, después de decidirse salió al fin de su habitación. Le daba vergüenza conocer a alguien nuevo. ¿Qué pensaría él? ¿Y si no le gustaba? ¿Si todo el encuentro resultaba una mala idea? El amor profetizado puede resultar presionado por las partes celestinas. Y eso, justamente, es lo que más le aterrorizaba.

Finalmente lo conoció. Tomaron tereré y pasaron la tarde en grupo. Aquí es donde pongo en práctica mi intuición. Me imagino un ambiente un tanto incómodo por el reciente vínculo que se había iniciado. Sin duda, habría un sofoco interno en ambas partes, quizás ganas de mostrar los mejores atributos que uno tiene y por qué no,  señales de simpatía e interés por conocer más a la otra persona.

Para profundizar ese inicio, quedaron en salir los cuatro por la noche. Después del baile y una vez sentados en la verja de la casa de ella, él le propuso que se volvieran a ver el fin de semana siguiente. Pero la propuesta no se limitaba a eso. Las palabras fueron y vinieron, metieron miedo, intimidaron, sufrieron de una aguda timidez hasta que finalmente largaron un: -¿Querés ser mi novia? Hoy, en este 2014 que avanza en algunos aspectos pero que en otros retrocede a pasos agigantados, yo salgo corriendo. Quiero decir, si alguien me propone noviazgo el mismo día en que nos conocemos creo que primero me río y después empiezo a considerar que está loco. Pero estamos hablando de otros tiempos, de otros pensamientos, de otras realidades. Antes quizás sí se podía empezar a querer a alguien desde los primeros instantes compartidos.

La historia tiene final feliz, como los que me gustan a mí. Ella aceptó. A las dos semanas él quería empezar a comprar muebles; se casaron tres años después y un 6 de marzo de 1992 tuvieron su primer hija, día que coincide con el noviazgo apresurado que decidieron juntos. 

Así los celebro hoy. Mi cumpleaños número 22 es gracias a ese 6 de marzo de 1988 en que eligieron formar parte de un amor inmenso. Cuando le pregunto a Madre cuál es su conclusión de toda esta historia me dice entre risas que el amor llegó solo y justo cuando lo necesitaba. 

-O sea que podemos decir que "el amor llamó a tu puerta"...
-Yo siempre pienso eso.  No tuve que buscarlo porque estaba ahí.




lunes, 17 de febrero de 2014

Inventario



Lleva veintidós primaveras vividas pero ningún ramo de flores para poder regodearse. Si le das cuerda, te arma una conferencia de prensa en vivo; habla mucho aunque a veces le gusta esconderse en un personaje nostálgico y solitario. Tiene miedos, como todos, que no se atreve a gritar por el miedo mismo que le da el golpe contra la realidad. La vida la hizo compasiva, sufre con los demás pero intenta disimularlo más por modestia que por timidez.

Lo primero que hace todas las mañanas es tender la cama. Se lava los dientes con los ojos cerrados hasta que una de las pestañas decide despertarse y despabilar a las demás. Toma el café con mucha azúcar porque es una eterna empalagosa. No sale sin desayunar ni lavar las tazas. Su terapia está en limpiar cada rincón del departamento como si ese lugar hubiera sido el sitio de encuentro de la mismísima guerra de Troya. Su gran problema son las alacenas con doble piso que requieren de esfuerzos físicos bastante complejos: sin duda, los brazos cortos no están hechos para el saneamiento profundo.

La cocina se convirtió en un lindo pasatiempo aunque, cuando está sola, come a las apuradas y sin mantel. No le gusta el silencio inquietante ni los gritos de los vecinos. Odia ir al supermercado aunque debe aceptar que en esos precisos momentos de angustia oral, no le queda otra que salir a buscar algo para sobrevivir. No le da pena el mate en soledad: es un momento propicio para reflexionar cual ducha con agua caliente. Se debe un espejo de pie grande para mirarse y encontrarse en el reflejo. Quiere mucho los abrazos de esos fuertes que te sacan la respiración. Acaricia con ganas, ama con más. 

En los días de lluvia le gusta escuchar a Silvio Rodríguez. Disfruta pensando que está sumergida en alguna película taquillera, mientras enciende sahumerios que la hacen estornudar. Lee mucho, más de lo que debería. Sus apuntes facultativos quedan relegados a un costado de la mesa mientras debate con Allende y con Benedetti. El mundo, a sus pies, es demasiado grande. Pero no le tiene miedo al mundo si sabe cómo caminarlo. 

Corre para quitarse las broncas. Llora con la canilla abierta. Sueña despierta con los ojos cerrados. Vive de recuerdos inmortales que no se cansa de contar.

/ Espera que, quizás, alguna estrella le sostenga su destino con  la fortaleza de su infinitud. /


viernes, 31 de enero de 2014

Aprendiz de la ausencia



En un cuaderno color naranja con lunares blancos ando escribiendo mis des- y mis a- venturas anuales. Me gusta guardar recortes de lo que vivo para poder encontrarme con ellos más adelante, cuando el paso del tiempo y la memoria me juegan una mala pasada y ya no es tan fácil hacer tangible aquellos momentos que habité.

Hace unos días y casi sin querer, escribí: Me cuesta ser aprendiz de la ausencia. Y a partir de ahí, un montón de imágenes y sensaciones varias se acumularon en mi cabeza. Como si la palabra ausencia estuviera recubierta de tantos, de muchos, de demasiados nombres, personas y rostros. Cuando pienso e imagino algo, mi poder de observación se potencia, todo lo que se cruza conmigo es proclive a hacer analizado una y otra vez, llenándose de mi compasión y empatía.

Como lo venía vislumbrando, una de las primeras imágenes que apareció en mi cabeza fue mi abuela materna. Tan simple y serena que conmueve a cualquiera que pasa por su lado. Vive en un lugar chico para aquellos que estamos acostumbrados a la gran ciudad, pero se disfruta tanto que es casi el sitio ideal donde vivir y olvidarse de los problemas. Viajamos en familia a Colón, Entre Rios desde que tengo conciencia y memoria. La tranquilidad que disfruto sentándome con una reposera a tomar mates es algo que no puedo describir. Nací junto a eso; toda mi infancia está envuelta por el olor a vereda y pasto mojado.

Mi abuela vive hace más de diez años sola. Creo que lo que más me emociona de verla es saber que logró sobrellevar una ausencia muy fuerte que en más de una ocasión, imagino, la habrá despertado sobresaltada mirando el otro lado de la cama. La partida de mi abuelo dejó un vacío muy grande; su voz inundaba cada rincón de la casa, su risa era de las contagiosas, su hiperactividad lo hacía un ser especial. Apalear esa falta no habrá sido tarea sencilla. Sabina lo dijo bien claro: "La vida se hace de escombros y de cenizas que siguen ardiendo"...

Mujer calma pero con carácter, tierna y dulce cuando quiere, aunque tímida para demostrarlo demasiado. Sale, hace las compras, se cruza con amigas, charla mucho y cuenta historias desde la raíz. Si escribiera un libro, no tendría final. Su gran amor, después de la ida de mi abuelo, es Matías, uno de mis primos que inexplicablemente se contagió de una retahíla de gestos, manifestaciones y formas de ser de mi abuelo. Nos habla de él y hasta por teléfono puedo imaginar sus ojos brillando como muestra de admiración y entusiasmo.

Hoy, que la miro sentada con la mirada perdida me pregunto en qué estará pensando. Qué sentirá cuando almuerza acompañada de su radio mientras se sienta en la punta, el lugar de mi abuelo. Hay noches en que la imagino acostada haciendo sus crucigramas con el silencio devastador de la casa grande y recuerdo con una sonrisa su susurro: "Hola, mi reinita hermosa". Es como si la escuchara de verdad.

Yo quiero que me enseñe, que me enseñe a ser buena aprendiz de la ausencia que tanto miedo me da.