martes, 31 de diciembre de 2013

En altamar


 
 
 Esto es como el súper-clásico de todos mis fines de año: termino mariconeando con el mundo entero y haciendo un análisis en cámara lenta cual película yanqui, casi con subtítulos y música.

Siempre sentí que el comienzo de un nuevo año era como la zarpada de un titanic cualquiera. "A todo trapo", diría mi abuela. Puro glamour, pura fiesta, puras alegrías hasta que la verdad de la milanesa hace sumergir todo casi literalmente. En noviembre estamos lidiando con tantas cosas que apenas tenemos tiempo para respirar y evitar ahogarnos entre la multitud. Al final, el barquito se rompe en dos y lejos están las ilusiones que nos propusimos durante aquel ascenso de tripulación y comienzo de año.

Este 31 no voy a ser muy exigente, fue lindo de verdad. Lo admito: firmo en conformidad con el 2013. Sentí miedo y, sin embargo, superé más de lo esperado la distancia con mi familia y la melancolía de pisciana sensible. Sigo creciendo en mi madurez personal, estudiando, trabajando como niñera, ahondando en relaciones profundas con mis amistades y, como si fuera poco, con la suerte de encontrar un compañero de ruta que, además de enseñarme a cocinar, se instala a leer conmigo mientras lo miro y lo admiro disimuladamente. Es lindo de alma y de corazón. Sonríe. Brilla. Amo la paciencia que le dedica a su vida, a sus ideas y a sus sueños. Es un aprendizaje constante tenerlo a mi lado. Y eso me encanta.

No son en vano las casualidades: este 2013 me regaló tanta buena compañía que sólo puedo desear que siga siempre así. Brindo por las personas que hicieron de mi año un lugar repleto de amor donde poder respirar confianza, amistad, y sobre todo, sabiduría para aprender todos los días de mi vida. Brindo por no naufragar, por nadar siempre, aunque sea contra la corriente.
 
¡Alcen las velas!  (¡y las copas!) Felicidades, muuuuuuuchas!!!


viernes, 27 de diciembre de 2013

El diecinueve



Volver a casa implica reencontrarme con mi infancia. Casi sin querer, se cruzan en mi camino recuerdos de aquella época archivada en mi habitación que guarda intacta la esencia de lo que fui y lo que soy. Una foto y un póster tamaño gigantografía me hicieron tener 12 sumisos años y revivir la plena pubertad en desarrollo que iba de la mano de la idealización de amores imposibles, platónicos y todo el circo novelesco.

 Resulta que de chica era fanática de Boca. Ahora por cuestiones ideológicas y demases no estoy en la misma sintonía, no concuerdo con ser una enferma del fútbol ni estimular  la pelea que produce la irrebatible contienda que generan algunos hinchas. A unos cuantos les cuesta entender que la contradicción va a existir siempre. Por eso, sigo alentando a un equipo pero desde otra perspectiva. En fin, antes era chica y veía las cosas de manera frenética. Cuando sos chico todo es pasional, ardiente, impulsivo. Recibí por herencia paterna los dotes de hincha y empecé a convertirme en todo un as del fútbol. Era un Cacho. Me juntaba con los varones del colegio a debatir temas futbolísticos como si fuera una ilustrada en una mesa de intelectuales. Creo que sabía bastante. Aunque hoy estoy lejos de sentarme a charlar cual programa de Fantino. 

Cuando logré apaciguar las aguas de mi lado masculino, apareció en el entorno de jugadores de Boquita un muchacho con la camiseta número 19 que me hizo desplomar el corazón: Neri Cardozo. Era el hombre de mi vida, la figura perfecta que me complementaba en todos mis sueños (y mis realidades inventadas). Él me enfrentó con mi lado de macho para hacerme volver una mujercita y sacar a relucir mi lado de damisela perdida. Está claro que estoy exagerando, siempre exagerando; pero entiéndanme, estaba viviendo toda una revolución.

Un día fui a un entrenamiento y lo ví en persona. Mi amado Neri con su flequillo al costado y una delgadez que lo hacía casi imperceptible para el resto. Era de los jugadores suplentes, no hacía notas, lo grababan de casualidad cuando pateaba un córner y yo me desvivía por conseguir una toma de cerca mientras él jugaba.  Sinceramente no sé qué le vi, pero bueno, dicen que el amor es ciego. El mío era ciego, sordo y mudo. Le saqué no sé cuántas fotos con una cámara de las viejas que después tuve que revelar. Imaginen el álbum de fotos: divertidísimo y súper entretenido. Neri saltando, Neri corriendo, Neri estirando, Neri esquivando conitos. Una foto (la peor de todas), muestra mi cara en primer plano que vacila entre la felicidad suprema y una timidez ridícula, mientras de fondo se ve a Neri, jugando. Es en estos momentos cuando uno se enfrenta con su yo interior y no sabe qué responderle. La boludez no conoce límites.

Se fue Neri y apareció el Pato Abbondanzieri (nota: mi guitarra se llama "Roberta" en honor a su nombre), y cerré mi etapa de botinera con Rodrigo Palacio, por el cual me chanté una trencita en la cabeza. Ahora no me quejo, los dejé de lado porque los futbolistas son demasiado complicados. Ah, y porque nunca me dieron pelota.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Feliz, feliz en tu día



El rol de niñera que me adjudiqué este año me trae reminiscencias acerca del pasado inocente que hoy me sigue de la mano de Emma, mi pequeño elemento de praxis. Con ella, mi aprendizaje y mis experiencias se potencian y los recuerdos propios, olvidados por el paso del tiempo, se hacen palpables. 

Hace unos días encontré una muñeca entre sus tantos juguetes. La guardé mientras ella se bañaba y seguí acomodando la multitud de muñecos que estaban esparcidos por todo el piso como masacrados por una guerra. Piernas y brazos en todas direcciones, cabezas sin cuerpo pero siempre riendo. Quién fuera juguete.
Al rato volví a encontrar la misma muñeca sin una pierna, cosa que me llamó la atención porque en ningún momento la vi a Emma sacarle una extremidad a la pobre ingenua. Volví a mis cosas hasta que encontré una tercera vez la misma muñeca con las dos piernas nuevamente. Llámenme boluda, inocente o habilidosa en cuanto a imaginar concierne. No sólo no se me ocurrió pensar que había dos muñecas iguales, sino que mi cabeza apocalíptica sólo pensó lo peor: una muñeca maldita dando vueltas por la casa. La imaginé sacándose la pierna al estilo Toy Story, sólo para intimidar. Y morí del terror pensando que la manada de juguetes podría un día levantarse y caminar como The Walking Dead. Después de imaginar tanto, volví a la realidad. No, hay dos muñecas y punto.

Cuando mi cabeza idealista logró visualizar los dos ejemplares y encontrar la respuesta más normal del universo, mi cerebro hizo sinapsis. Sí, señor. Mis dendritas y axones se intercomunicaron neuronalmente para generar un shock interno que terminó movilizándome y haciéndome recordar. Como en cámara lenta volví a tener 5 años, volví a festejar mi cumpleaños, volví a recibir dos regalos que se parecían...

Buenos Aires, 6 de marzo de 1998, Cumpleaños Nº6 de quienescribe. A causa del gran número de mudanzas extendidas a lo largo de mi corta vida, nunca tuve un tropel de amigos cuando recién llegaba a un nuevo lugar. Siempre los justos, los necesarios pero los mejores. En ese cumpleaños, mi número de invitados se limitaba a las vecinitas del edificio. El festejo era simple, en casa. Sonó el timbre y mi ansiedad comenzó a latir. Ahí estaba mi regalo. Envuelto en papel madera, prominente, interesante. Lo palpé y enseguida detecté que se trataba de una caja. Rompí el envoltorio y no fallé: era una muñeca bailarina de pelo color violeta y todos sus accesorios. Era Diana, una criatura sublime.

Una vez superado el momento de emoción ante el primer regalo, me relajé. Todo volvió a la normalidad hasta que por segunda vez sonó el timbre. Y ahí, nuevamente, mi presente envuelto en un papel madera similar, con un tamaño similar, con una forma casi idéntica a la Diana bailarina. Mi intuición me decía que era el mismo regalo, pero mi pequeño corazón se deshacía de sólo pensar en tanta mala suerte. Era ella. Diana de nuevo que me miraba a través de la caja transparente con sus zapatos de danza y su pollerita de tutú.

Mi ilusión se explotó como los globos colgados en la puerta de mi casa. Siempre le encontré cosas positivas a los regalos. Hasta el peor de todos podía tener su rinconcito de compasión de mi parte porque alguien había pensando en mí y eso ya era suficiente. ¿¿¡Pero qué pueden tener de bueno dos regalos exactamente iguales??! Ni siquiera el color del broche del pelo variaba. Eran dos Dianas malditas como las dos muñecas que me perseguían hace unas semanas, quince años después de la desilusión de mi vida.

Desde ese día, odié las promociones, las ofertas y los 2x1. Si las bondades de cumplir años van a ser dobles: Feliz, feliz en tu día... No quiero. No quiero.



lunes, 2 de diciembre de 2013

22, la loca


Dicen que la locura es un placer que sólo los locos conocen. "La loca de las palomas" supongo que sabrá explicarme esa frase que repito para darle un sostén de cita literaria a mi texto. Esta mujercita de pelo desgreñado y pantalones mostaza (que por cierto no se saca nunca) es una de las sensaciones de mi nuevo barrio. 

Hace un tiempo, escuché versiones de una loca que anda suelta. Mientras le tira migas de pan a las palomas y recorre las callecitas de la zona, habla sola, grita alguna ocurrencia si pasa alguien cerca y blasfema a quién sabe qué dios y qué santo. No la imaginé de esa forma hasta que la vi, como suele ocurrir con nosotros, los humanos. Seres sensibles a las ideas concretas: ver antes de creer, hechos no ideas y otras yerbas. 

Resulta que la loca es una loca importante. Quiero decir, antes de conocerla pensé que era un título más para distinguir a alguien que hace cosas no tan comunes, aunque dentro de la normalidad. La gente suele proferir esa descripción como si fuera una virtud; cosa que no me parece mal pero que transforma la palabra loco en algo habitual. Hoy está lleno de locos, de la vida, de la guerra, de loquesea.

La loca de las palomas se posa cerca de las 17hs en una esquina con su bolsita de migas y una  cara de mala que intimida a más de uno. Las bicis pedalean más rápido, los autos suben las ventanillas y la gente que va caminando, además de cruzar de vereda para evitar no pasar frente a ella, apuran el paso por si las dudas y si las moscas. Con qué simplezas uno implanta el terror en la zona. Hasta las viejitas más despistadas se avivan en seguida cuando llegan al entorno gobernado por la figura de esta mujer inquietante y se desvían del camino. 

Varias veces la observé intentando analizar lo que hacía y debo admitir que en todas las ocasiones crucé de vereda. Se reconoce desde lejos con un pantalón que increíblemente no se destiñe jamás. Permanece en la esquina, mira para todos lados, nerviosa, y con motivos de engrandecer su figura amenazante, pone los brazos en jarra como desafiando a todo el que la mire. Casi como un reflejo, apurás el paso y sacás la llave de tu casa por si se le ocurre correrte, perseguirte y atraparte, encerrándote en su cueva repleta de palomas y heces. No creo que sea capaz de tanto pero uno nunca sabe en este mundo de locos.

Sólo una noche que la crucé por casualidad de la vida barrial tuve una idea de ella repleta de compasión. Estaba posada sobre su única ventana de la casa en donde vive: un cuartito en una planta baja con espacio limitado para respirar. Esa mujer tan provocadora e impetuosa que permanece todas las tardes en una esquina, estaba enmarcada por otra realidad que también era suya. Miraba el cielo y las estrellas sobre su ventana mientras tenía una de sus manos sobre el mentón. La imaginé soñando otro mundo lejos de ese lugar, enamorada quizás, con ilusiones y miedos, y con una sensibilidad que no coincidía con la mujer que era por las tardes.

Poco tiempo después me di cuenta que vivía junto a su madre: una señora grande postrada en silla de ruedas. Ahí terminé de comprenderla, de conocer el por qué de la locura de un loco. El entorno debe resultarle amenazador, la única forma de sobrevivir es mostrarse así, como "La loca de las palomas". Fuerte pero susceptible, salvaje pero efímera. Humana.