miércoles, 23 de octubre de 2013

Lo que se hereda

Como siempre está bueno extender los días que implican festejar y alargarlos cual si fueran carnavales del medioevo, decido decretar por voto propio la semana de la madre, desestimando "el día de..." y haciendo que la joda se prolongue. En realidad, lo que pretendo es darle un galardón a mi madre que bastante tuvo que luchar. (Mentira, siempre fui un angelito pero le pongo drama al asunto).

Madre no sólo contribuyó con regalarme una fisonomía casi igual a la de ella, el mismo semblante de enojo cuando las cosas no se están poniendo buenas y el fanatismo nivel intolerante de su amor por la limpieza y el orden. Además, colaboró para cederme rasgos de su personalidad, las inseguridades que le surgen y que muchas veces evito, porque entiendo que con los genes no queda otra que luchar, las palabras inventadas en diminutivo y con terminaciones tan raras que parecen un nuevo idioma (Flanders, un poroto) y la paciencia que tiene en el jardín con los veintiún sujetos de entre 3 y 4 años que están en pleno apogeo subversivo. 

Uno de sus legados que creció con los años y hoy me hizo reír sola arriba del colectivo, es su afán de tener una buena ortografía. Así como lo leen. La mina odia los errores, ni que hablar de los horrores y ha rechazado citas amorosas por cartas que daban dolor de cabeza y un inevitable ardor en las pupilas. En otra entrada conté la historia del "Hectitor" y su poca capacidad para seducir... Podríamos decir que no tenía alma de poeta ni a palo. 

Hoy viajaba en el colectivo del lado de la ventanilla y mis ojos toparon con un cartelón espectacular, súper llamativo y de muchos colores, que en medio de tanta cosa ostentosa llevaba la palabra "Camviar". Casi comienzo a lagrimear como mi madre cuando leyó la carta sentimental de Héctor que se deshacía en bochorno tras bochorno. Inevitablemente me pasa lo mismo porque lo heredé, porque somos madre e hija y nos encanta ser exageradas con las palabras.

La prueba de fuego es el "yendo", del verbo ir, no del verbo LLEGAR. Si te están por pasar a buscar con fines románticos y por motivos de ansiedad te agarran ganas de mensajear al susodicho para ver por dónde anda y cuánto le falta, lo más probable es que él te responda "estoy yendo" o "estoy llendo". Si es la primera opción, quedate tranqui, vas por buen camino. Si es la segunda... yo que vos cancelo todo...

(Mentira, tan drástica no soy. Digamos que sólo un poquito exigente.)

Por eso, ante la duda... "Voy en camino".


miércoles, 16 de octubre de 2013

Puntos de vista



A los 5 años recibí un regalo muy particular: un par de binoculares amarillos. Mi papá me los había obsequiado mientras yo me impacientaba en una larga cola de espera, antes de que por fin se abrieran las puertas y se corrieran las cortinas de una obra de teatro. Todavía me cuesta distinguir si me los dio porque desde su rol de padre ya percibía como un sexto sentido mi futura ceguera; si, en cambio, fue porque me veía demasiado diminuta entre tanta manada de gente, o si me los regaló simplemente por regalar, como esos padres que acceden a comprarle a sus hijos vinchas con brillantina, remeras que al primer lavado se vuelven tamaño xxs o demases ridiculeces.

La cuestión es que eran binoculares. Y amarillos. Conclusión: no eran cualquier cosa. En un primer momento me pareció un artilugio muy poco útil y, por qué no, raro. Había que apoyarlos sobre la nariz y mientras uno divisaba un punto fijo a la distancia, con la mano se debía girar una pequeña tuerca para ir acercando el cristal. No eran nada de otro mundo, aunque me gustaron por ser especiales y me acostumbré a usarlos. Pasé casi toda la obra de teatro girando la tuerca. Además, tenían una cuerda para llevarlos colgados en el cuello así que decidí que a partir de ese momento inauguraba en mi vida una época de niña exploradora y de "cambio de dimensión". Por esos anteojos truchos podía ver la realidad de otra manera, más próxima, más al alcance de la mano, más profunda, incluso. 

Me instalaba en la ventana mientras el aumento del cristal me brindaba detalles, me regalaba escenas que a la distancia no podría haber descubierto jamás. La mujer Maravilla era un poroto, yo era una superheroína con mi arma mortal, una Atenea cualquiera, una Hera digna de Zeus. Con qué poco se conforma uno cuando es chico... hoy miro esa cosa de plástico y me agarran ataques de risa. Porque sí, aunque no puedan creerlo, todavía los guardo en el cajón. Están ahí como nuevos, como si nunca hubieran sufrido el paso del tiempo, tal como los vi el día en que el señor de las porquerías del teatro me los dio mientras le colgaban cinco docenas más como el mío. (Dudo que alguien más le haya comprado. Attenti: no son un buen negocio.)

Estos cambios que hoy transito están representados en esos binoculares amarillos. Significan el punto de inflexión que necesitaba para darme cuenta que mirar todo desde un mismo lugar no me ayuda a crecer. Resulta fácil y cómodo permanecer en una burbuja que nos ataja del contexto, pero ¿es sano? ¿Cuánto más podemos seguir mirando todo lo que nos rodea con los mismos ojos de siempre, sin ningún ánimo de cambiar de perspectiva? Además, seamos sinceros, ¿no termina siendo aburrido mirar siempre desde un mismo punto de vista?

Por eso, decidí hacer acto de apertura a una nueva etapa. Con panoramas que varían, con ópticas que no siempre son iguales. Y que tampoco tienen por qué serlo... ahí está la aventura de andar con unos buenos binoculares: cambiar de perspectiva sin olvidar de disfrutar del paisaje.