domingo, 21 de abril de 2013

Máximas chichosas


Busqué un título que generara intriga y creo que lo logré. Nadie sabe sobre qué voy a escribir en esta oportunidad. O al menos, no se lo esperan. No se lo ven venir. Como yo. Como mi cara de sorpresa ante las parábolas de mi querida gran Chicha. O debo decir: mi abuela.

Para quienes me conocen, ya saben. La Chicha es la progenitora de mi padre. Aunque en el ámbito habitual y universal, la Chicha es la Chicha. Es como un personaje inmortalizado en su figura con lentes de sol y brillo labial, una deidad de esas de las que habla Virgilio.

La voy a visitar a su guarida siempre que puedo; cocina mucho y rico. Tomo más mates en unas horas que en el resto de la semana mientras miramos fotos del año de la escarapela que siempre son recibidas con nuevos comentarios. Entre toda la parafernalia, la Chicha siempre tira un bocadillo digno de mención. Es como una sentencia, un acto sagrado venido del más allá para alentar a las almas de este mundo. 

-Te tengo que contar algo...- le dije hace unas semanas.

-¿Tenés novio?!- (Véase aquí la desesperación de una abuela envuelta en la congoja de su nieta.)

-No, Chichita. Ojalá! Si fuera así, ya te hubiera llamado... No es nada fácil, viste cómo es. Está complicado. Teneme paciencia...-

-Ay mi amor, quedate tranquila. Vos vas a tener novio en Septiembre.- (A éstas alturas, mi desesperación iba en aumento.)

-¿¡¡En septiembre?!! ¿Por qué suponés eso, Chi?- 

-Porque el año que cumplí 21, lo conocí a tu abuelo en Septiembre y nos pusimos de novios. A vos te va a pasar lo mismo...-

Llámenlo consuelo abuelístico pero la Chicha me tiró una revelación que voy a corroborar dentro de unos meses, cuando el amor primaveral renazca. Sí, ya sé, es estadísticamente imposible que se cumplan sus predicciones pero cuando no hay nada a qué atenerse, encontrás dicha en las palabras de tu abuela que te llena la panza de amor y de té de todos los sabores.

Me tomo el colectivo en la esquina de su casa mientras me despide con un beso. 

-Cuidate, avisame cuando llegues... y cuando tengas novio, también!

martes, 16 de abril de 2013

De cosas celestiales, mermeladas y novios



Tengo una manía que se me hace un tanto irresistible. Además de limpiar como desaforada y no soportar la presencia de unas migas de pan tiradas sobre el piso, conservo un celular que guarda mensajes totalmente desconexos como borradores. En alguna otra entrada ya me referí a las bobadas que andan por allí. Aunque lo cierto es que, a medida que voy dejando esos mensajes en desuso, los voy borrando. El mismísimo acto de rencor que surge cuando te peleás con tu novio. 

Quiero que me entiendan, acá la angustia de mis penas y la causa de un desayuno con muchas tostadas no es ni el novio, ni las migas de pan ni, en todo caso, las tostadas quemadas o la mermelada light que es más fea que la mermelada que viene en frasco de plástico (maldito Cormillot). El motivo de que todavía no me haya sacado el piyama es mi falta de inspiración. Así como lo ven. 

Me dispuse a escribir con toda la energía que podría llegar a surgir un martes, a sabiendas de que me espera una tarde repleta de facultad. Hice casi un acto ritual en donde el té y Silvio Rodríguez deleitaban la escena. Invoqué a las musas inspiradoras para que me tiraran un centro, les guiñé el ojo, les hablé bajito, me las chamuyé. Nada. ¿Así que hoy se hacen las difíciles, eh? ¡Histéricas! Aparecen cuando se les da la gana y yo mientras tanto, busco y rebusco en los borradores de mi celular un indicio, una palabra, un algo que me lleve a escribir.

De ahí es que saco mi inclinación para ser detallista. Me fijo en las frases entredichas, en las conversaciones que siempre te dejan algo más proclive a poner bajo la lupa. Momentos y miradas. Ni siquiera hace falta alzar la voz para que alguien se haga  presente en mi memoria dentro de una multitud que siempre está preocupada en sus yo y que no manifiesta el mínimo interés. Es por eso que cualquier ocasión que me llame la atención la anoto como vieja chusma miradora de Rial. Hoy no encontré nada de eso para deleitarlos. En el top-ten de idioteces escritas abundan las mejores páginas de libros ya leídos, direcciones de departamentos que en algún momento habré pisado y materias con su respectivo número de salón. Básicamente plantillas con números. Creo que se me hubiera dado mejor por las matemáticas. 

Lo paradójico es que después de una seguidilla de días un poquito grises (no mucho, sólo una pizca), esta semana me levanté súper iluminada, y aún así, la inspiración todavía no tocó mi puerta. Corroboré que mi timbre andara bien, que la dirección que le pasé haya sido la correcta. Al parecer, quiere hacerse esperar.  O quizás sea cierto. Y la culpa sea del novio. O del frasco de mermelada. Me justifico mostrándome evasiva para encontrar otras razones. 

Fontanarrosa lo dice clarito: - Mirá, la cuestión de la creación es muy particular. Es una cosa…como te diría…mágica. A mí me pasa así. Yo estoy caminando, andando por la calle, y de repente, tlac, me ilumino, es una luz, una cosa celestial… No sé…es difícil de explicar. 

Me convencí de que la inspiración es una recompensa que tarda en llegar y al final, al final...


jueves, 4 de abril de 2013

Apendi-ciones




Como no podía ser de otra manera, me fui de vacaciones por semana santa y terminé viviendo otra aventura  al estilio mío: épico y con aires de epopeya osada. Pasé más de la mitad de mi estadía en Bariloche en el hospital, mientras me limpiaban el ombligo y me sacaban el apéndice. Tuvimos la suerte de disfrutar el primer día de la mañana a la noche porque a la madrugada se vinieron horas demasiado largas. 

Los médicos me tranquilizaron. Estaba claro que no era el fin del mundo y que las cosas podrían haber sido mucho peor. Tenía la vista de una bella ciudad y la compañía de mi familia, claro. Aunque la bronca no dudó en brotar cuando los km y la distancia de semejante viaje me hicieron volver a la realidad. ¿Qué persona dotada de ínfimos gramos de suerte sufre una internación justo en ese momento? Me dejaron internada, con análisis y en observación; el cuadro era confuso aunque según mi intuición y los presentimientos que suelo despertar, estaba todo más que claro: APENDICITIS (y de ahí directo a mi ejecución.) En teoría, tuve mucho miedo. En la práctica, además de miedo, estaba aburrida y angustiada. Siendo una persona que constantemente busca quehaceres para sentirse mejor, lo peor que me puede pasar es estar quieta con un ambiente que ni siquiera acompaña la escena. A esto se suma la dependencia y necesidad del otro: me recorría la salita con el suero colgando y requería ayuda para trasladarme hasta el baño. Lo más envidiable era mi manjar diario que consistía en suero como desayuno, almuerzo, merienda y cena. 

Mientras deliraba a causa de mi aburrimiento nivel experto y mis dolores retorcidos, se me ocurrió pensar que quizás las cosas fueran distintas si al menos colgaran globos, musicalizaran la habitación para atraer la buena vibra o alguien se disfrazara de teletubbie, así me reía un rato y me olvidaba del calvario de mi panza. ¿Era mucho pedir? Lo sé, a diario muchas personas viven el martirio del encierro, de las camillas con ruido angustiante, de comida sin azúcar ni sal, de suero, de antibióticos, analgésicos y análisis, de batas verdes y de sensación de parálisis  cuando se necesita ayuda para sentarse o calzarse las pantuflas. 

Entonces ahora sí, debo admitir que aprendí. Apelemos a que las experiencias y los momentos singulares que siempre son primerizos nos dejen una enseñanza por ese mismo gustito nuevo que nunca habíamos percibido. ¿Aprendizaje de la vida, quizás? Sin duda lo fue. Y más aún cuando me di cuenta de que aquello que hizo valedera mi estancia en el sanatorio fue el hecho de palpar pequeños momentos que me dejaron marcas en la cabeza y en el corazón.

Compartí la habitación con una señora de unos 70 años que en sus ojos me contaba su vida. Una de sus hijas y dos de sus hermanas se turnaban durante todo el día para cuidarla y mantenerse cerca de ella. Como tantos otros internados, necesitaba ayuda para moverse, bañarse y levantarse de la cama, aunque así y todo, eso no le impidió despertarse cada mañana con el firme propósito de conseguir el alta de los médicos e irse lo más pronto posible a su casa. 

El día que me dejaron libre, el doctor que estaba de guardia me hizo una revisión y concluyó que después de la merienda ya podía marchar. "¡Yo también me quiero ir después de la merienda!", dijo. "Vos tené paciencia que te quedan unas cuantas cenas más por acá, Carmen..." La risa como método de camuflaje no falla, pero en su nostálgica mirada pude ver que después de casi un mes de seguir ahí, las ganas de salir a respirar se potenciaban. La saludé con angustia. Por ella, por las miles de Carmen que hay, que no pierden la fé, que no bajan los brazos y que deben lidiar con las heridas de los años.

Anoche, mientras estaba acostada, me acordé de Carmen, de su camilla ubicada al lado de la ventana como anhelando libertad, de la situación en que la conocí y de las ganas enormes de abrazarla desde acá. Anoche recordé el momento en que giré la cabeza mientras hacía esfuerzos titánicos para dormirme y ví a mi mamá durmiendo entre dos sillas, con un sueño desfallecido y una gran preocupación, pero aún así tomándome de la mano con fuerza. Me estremecí. Todo el amor que recibí en esos días fue gigante. Me sané con mimos y me aferré a creer que en nuestra vida damos aquello que recibimos, y a su vez, cosechamos nuestra  propia siembra. Si tengo una familia tan llena de luz, no pretendo menos que dar luz a los demás. Por eso soy una eterna agradecida con lo que me tocó.