martes, 26 de marzo de 2013

El tesoro de los inocentes



Los 'Había una vez...' suelen ser insistentes en los relatos de amor, así que no resultará extraño oír en más de unas cuantas ocasiones historias similares...

Había una vez un hombrecito que no quería despegarse de aquello que más estimaba: su tesoro. Nuestro personaje se encaprichó tanto con aquella alhaja, que terminó dejando que todo a su alrededor se convirtiera en color gris, mientras quedaba encandilado por el dorado de su esplendor. 

Se olvidó del azul del cielo y de la luz del sol. Desconoció el verde de los árboles y el aroma a brisa fresca que sopla por las mañanas, en donde las flores hacen su mágica aparición tornándose más bellas que nunca. Cada uno de los detalles que conformaban las prioridades de su vida se esfumaron como por arte de magia. Hasta la música se consumió en el menosprecio. Simplemente existía para venerar y resguardar ese tesoro que, en definitiva, no le daba más que un cálido brillo y la ilusión de un par de promesas (rotas). 

Así se mantuvo durante un largo tiempo, amando y odiando. Nunca nada fue tan impredecible como el amor que le brindaba a su alhaja. Amándola porque estando cerca de ella y sintiendo que era de su propiedad se sentía más fuerte, poderoso, distinto y, sobre todo, muy afortunado. Odiándola porque a cambio de darle su amor, naturalmente, él no obtenía lo mismo. Paradoja que nadie logrará explicarnos: ¿Qué es lo que hacía incrementar su admiración si cuanto más la amaba, más distante la sentía? Y no sólo eso: Cuanto mayor era su desenfreno por quererla, más impedimentos para percibir su entorno tuvo que atravesar. Ya no percibía ni los latidos de su corazón.

Tanto se pegó nuestro hombrecito al tesoro que terminó perdiéndolo; casi sin darse cuenta se lo habían arrebatado de las manos, dejándolo en soledad y con una gran pena. Aquí es donde nuestra empatía se hace presente: Nos ponemos en el lugar del personaje, herido, desamparado, sin respuestas que sanen su alma y con una cicatriz que poco tiene para ser envidiada. Pobre... Atinamos a decir cuando somos testigos de los despojos que hace el destino. Pero, ¿su única opción era ser un desgraciado? Quiero decir, ¿no le quedaba otra alternativa?

Para que este hombre (viviendo una descorazonada tan habitual) sea nuestro héroe, deberíamos preguntarle cuáles son sus prioridades. ¿Cuál es la elección que toma? ¿Estancarse en la nostalgia? ¿Anhelar algo que ya no es de él? ¿Dejar de apreciar lo verdaderamente importante? Porque sí, es cierto: El olvido está lleno de memoria. Y va a doler. Va a arrancar pedacitos de nosotros al menos por un tiempo que nunca va apurado. Hasta que nos repongamos, nos levantemos, nos quitemos el polvo y nos demos cuenta de que nada debería saquearnos el resplandor; ni la pátina ni el barniz, ni lo que sea que tengamos.


Si no hay amor que no haya nada entonces.


viernes, 15 de marzo de 2013

Sin condiciones


Nos guste o no, todo el tiempo imponemos condiciones. Nuestras condiciones. Me niego a pensar que hay gente que ama sin condiciones como si fuera posible algo semejante. Quizás suene demasiado ostentoso para los que no creen en el verbo amar y todos sus derivados, pero si cambio la palabra: ¿Se puede querer sin condiciones? Me refiero no sólo al hecho de que un puente no se sostiene de un sólo lado, lo cual resulta obvio. Sino también a la cláusula que funciona como barrera y hace que nos atraigan ciertos rasgos de una persona.

La frivolidad queda a un costado en este caso. O al menos yo decido dejarla al margen. El físico y las cualidades externas no me interesan. Podemos hacer tres millones de identikit diferentes con rasgos diferentes, con características físicas diferentes y aún así sentir lo mismo por tal o cual persona. No nos enamoramos del otro a secas, nos enamoramos del mundo del otro. De su forma de ver las cosas, de distinguirlas y de apreciarlas. Sin darme cuenta estoy siendo totalmente subjetiva: Me enamoro de la forma en que el otro aprecia la vida. He ahí mi condición. Y apreciar la vida para mí significa hacer algo con ella. Hacerle el amor a la vida. Ser un apasionado.

Uno busca casi instintivamente aquella singularidad que hace a la persona especial. Admiramos eso que paradójicamente no tenemos y que por definición nos complementa. El espíritu de libertad absoluta, las proyecciones que tiene sobre el futuro y sobre su superación personal, la paz que irradia cuando mantenemos una charla o cuando simplemente nos está mirando. Miles de ejemplos me quedan chicos.
Y a la vez, solemos ser un poquito exigentes al fijarnos en detalles que, si bien a veces no son condicionantes, nos hacen largar unas cuantas carcajadas conviertiéndose, por supuesto, en la anécdota y el chascarrillo de la merienda mientras alguna larga el "Te acordás ese que...?"
Madre tenía un enamorado que se llamaba Héctor. Juro que cuando me contó sobre él me lo imaginaba cual macho cabrío, guerrero, fortachón. Un Hugh Jackman cualquiera. Pero no. Por más gracioso que resulte no era precisamente el Héctor de Troya, príncipe encargado de la defensa de la ciudad frente a la hostilidad de los aqueos. "El Héctor" era "el Hectitor". El diminutivo ya estaba indicando que no era un especimen colosal, sino más bien un chico de barrio, un buen pibe.

Las buenas intenciones del Hectitor lo llevaron a escribirle una carta de amor a mi Madre. Era una de esas declaraciones que resultan un tanto bochornosas para la pobre alma en pena que la escribió. Aunque soy de las que piensan que el que no arriesga, no gana. Así que desde hoy, el Héctor es una inspiración para mí. Lo que no resultó del todo inspirador para el corazón de Virginia fueron los errores (¿o debo decir horrores?) ortográficos que presentaba el Hectitor. Leer un libro de runas antigüas era más comprensible. Pobre, Héctor, decía Madre mientras lo recordaba. Lo que vale es la intención. Nuestro héroe de epopeya griega terminó siendo un Aquiles con tremendo talón ortográfico.

Ahora yo me pregunto, ¿seguro que lo que vale es la intención? ¿O esa intención pasa a ser condicionante para nosotros? 

jueves, 7 de marzo de 2013

¿Cómo se sentirá tener 21?




Eso me preguntaba quince años atrás cuando mis trenzas largas se posaban entre los pliegues de mi almohada y no podía dormirme imaginando mi futuro. Si me preguntan cuál es mi sueño actual respondo que básicamente pretendo acostarme y levantarme hecha una Emma Watson con un macho como Zac Efron o Jim Sturgess. Hace tiempo atrás mi respuesta hubiera sido bien sencilla, aunque rozando la línea de lo utópico e irrealizable: "Quiero tener 21".

Casi, casi como el título de una película taquillera de Hollywood; no era pretenciosa la pibita. Y hoy mientras me levanto y me veo nuevamente al espejo le respondo a mi alma de niña que así se siente tener veintiuno.

En primer lugar, tengo que estudiar y llenarme de conocimientos mientras me presento a finales y tiemblo como una desquiciada. No soy madre pero dudo que un parto sea peor que el suplicio de la espera eterna. Ni el príncipe azul creo que tarda tanto en llegar. Hace unas semanas atrás, Richi, un amigo, me decía que esperar para rendir en esos pasillos que se convierten en fuentes claustrofóbicas por excelencia, era como transformarse en un astronauta. Encierro total. Desesperación por no saber cuánto tiempo más vas a llevar ahí. Y finalmente, la sensación de que el mundo sigue girando y a vos te importa un mismísimo carajo el mundo. Podría venirse el fin del mundo tranquilamente. Es más, nos haría un favor para zafar de la mesa de exámen.

En segundo lugar, aprender a vivir sola con dos amigas. ¿Sola o con dos amigas? Me refiero a  aprender a vivir con amigas pero a convivir conmigo misma, sin la presencia paternal que te hace las cosas un poquito más sencillas. Mis perros tienen mayor capacidad de susbsistencia que yo. No sé cocinar aunque soy buena para limpiar porque en otra vida, en vez de ser la Reina Isabel I, hija de la mismísima Ana Bolena, fui mucama. De algún castillo de época ornamentado con todos los lujos, eso sí. Pero me la pasé baldeando las escaleras de mármol mientras era la amante de Felipe I de Castilla. O quizás era Cenicienta, quién sabe.

En tercer lugar, sufrir cual Penélope mientras espera el regreso de su marido durante veinte largos años. Bueno, tanto así no se sufre pero esperar, se espera. Ahogo mi llanto en los temas pedorros de One Direction, Shakira en sus años de juventud y David Bisbal, mientras me baño con la puerta abierta y me asomo cada 2 minutos sincronizados para corroborar que ningún fantasma esté esperándome al voltear la cortina. Quiero creer que la racha de hombres que no valen la pena se aleja después de los veinte. Conozco mujeres que ya están pensando en casarse. ¿CASARSE?!! Sos muy lindo pero primero afiancemos nuestra relación, querido granizado de dulce de leche con tramontana.

Ahora, yo le pregunto a esa miniatura de persona que fui (bueno, soy) si le gustaría tener 21 después de todo esto. Dudó un poco pero me respondió con una sonrisa convincente:
-¡Pero si está bueeeeeeeenísimooo!!!!! 


domingo, 3 de marzo de 2013

Desconexión 2.0



Aislarse por completo de los esquemas que nos impone el sistema no es tarea fácil. Mucho menos en vacaciones, cuando pretendemos dejar de lado todo lo que nos conecta al resto y, a la vez, nos resulta casi imposible. Queremos estar en todos lados, todo el tiempo. Vivimos conectados con nombres y apellidos que, muchas veces, son anónimos. ¿Para qué estamos conectados, entonces?

Más allá de las contrariedades, (des)conectarse es una decisión. Algo que nos atrevemos a probar sólo si tenemos ganas y voluntad de alejarnos un poco del arsenal de tecnologías. Aunque, a veces, esa desconexión se da casi por necesidad, si cambiamos el escenario y nos sumergimos, por ejemplo, en una relación. De pares, de amistad, de amor, de loquesea. ¿Por qué nos desconectamos?

En principio, tengo el deshonor de anunciar que sobre tecnologías soy un desastre. Me doy maña sólo por obligación y por la misma presión que yo misma me impongo para no quedar como una salame. Tengo un conocimiento básico (de puro razonamiento lógico nomás) que se basa en distinguir dos polos dentro de una misma conexión. Si uno de los lados está desconectado de la fuente, es obvio que el enlace nunca va a funcionar. 

Aquí es donde aparezco yo en un colectivo, escuchando una conversación entre amigas que me lleva a varios déjà vu del mismo estilo:

-Mi problema con Martín es que los dos queremos cosas distintas. Estamos como desconectados.-

Frases similares escuché una docena de veces. Más allá de saber que el otro, valga la redundancia, "está en otra", no nos damos por vencidos. Le estamos exigiendo que se conecte, que esté en la misma sincronía que nosotros. ¿No nos parece un acto egoísta? 

Lo que me llamó la atención es que la chica del colectivo aceptaba la derrota de esa desconexión. Fue como si estuviera diciendo "El problema está en que yo estoy acá y él allá, y está bien porque por algo es así." Logra confesarlo, logra reconocerlo. Creo que ese es el primer paso para una relación sana. Determinar los límites y los roles que tiene cada uno, saber hasta dónde vamos a aceptar llegar. Más allá de esto, yo no paso. 

Los mismos esquemas que nos imponen desde afuera en cuanto a la tecnología, funcionan de igual manera en nuestras relaciones. Si estás solo, por algo será. Si alguien está en pareja, más allá de las discusiones, de los celos enfermizos y del inevitable desgaste, el amor sigue siendo eterno y para toda la vida. Qué ironía, como si alguien pudiera exigirle garantías de eternidad al amor.


Si bien no amparo los actos egoístas de imposición a la hora de amar a alguien, tampoco me parece justo ser mendigos del amor. Alguien una vez me dijo que el amor por obligación no sirve para nada; y es en este momento cuando me siento armonizando plenamente con semejante frase. Ni exigimos ni mendigamos. El amor es algo natural que sólo se da si esa conexión es mutua, recíproca. Y si no logramos conectarnos, con tanta tecnología dando vueltas, siempre podemos arriesgarnos a encontrar otro enchufe que nos mantenga en línea. 

Por pura casualidad (o causalidad, quién sabe), ayer me instalé con una película que me dejó pensando mucho sobre esto:

-¿Por qué elegimos a personas incorrectas para tener una relación?
-Aceptamos el amor que creemos merecer.

"The perks of being a wallflower"/ (Las ventajas de ser invisible)