lunes, 28 de enero de 2013

Un desastre universal


El ser humano es inconformista por naturaleza. El que es muy alto y sobresale en una multitud repleta de cabezas quiere cortarse un poco las piernas. El raquítico quiere agregarse rodillas, pantorrillas y cualquier extremidad posible, abnegado por los típicos apodos de la gente normal que se regodea por la altura que heredó. De tales seudónimos puedo darles un cúmulo de ejemplos, créanme que lo vivo a diario.  

Estoy opinando sobre un panorama general, no quiero decir que todo el mundo se mire al espejo anunciando a viva voz sus defectos o las causas por las cuales no se ve como quisiera. Aunque lo cierto es que todos en algún momento nos hemos enfrentado con nuestros complejos para recriminarlos y, en algunos casos, para intentar superarlos. Algunos lo lograron, otros se estancaron en la vergüenza y elquédirán que eso conlleva. 

En la mujer, estas discrepancias se dan muchas veces con el pelo. La del pelo lacio y finito lo quiere abundante y al mejor estilo Shakira en sus años mozos. La muchacha de los rulos se instala con la planchita en la mano y unos cuantos productos para lograr aplanar un mechón que se asemeja a las cerdas de un cepillo. Misión imposible, un poroto. Y así la rubia quiere ser morocha, y la morocha se masacró la cabeza con una tintura de rubios radiantes que terminó dejando un terremoto catastrófico.

Durante la pre-adolescencia (nunca entendí bien por qué pre, pero en fin), mi fascinación por las revistas de pelos increíbles con imágenes de modelos divinas y acicaladas me producían un anhelo muy grande por llegar a ser así. Cuando uno es chico no mide la importancia de las cosas verdaderamente importantes, valga la redundancia. 

Alrededor de los 12 años me quería teñir el pelo de colorado. Ni mechitas ni iluminación, Anto quería color rojo. Por supuesto (y gracias al señor), Madre nunca me dejó. Imagínense una mocosa con el pelo de ese tono, caminando por la calle extasiada por su nuevo look. Es hora de agradecerle tantos años de impedimentos y límites. No sé qué hubiera sido de mí. 

Mi tarea siempre fue idear otra opción. No me iba a quedar con la prohibición que ya me habían dado. Terminé tiñéndome mechas de color rojo con papel crepé comprado en la librería de la esquina. Le pasé el dato a mi prima y nos teñimos las dos juntas en el patio de mi abuela. La entrometida de mi hermana quiso hacer lo mismo, como toda hermana menor que se guía por el gran ejemplo de los hermanos mete-patas. Cuando se asomó en el espejo del baño para tener una visión más precisa de su pelo, terminó apoyándose en el lavamanos, colgándose de la cortina de la ducha y... (¡Bingo!) rompiendo todo. Lindo regalito de vacaciones. Lo mejor de la anécdota es que la culpa fue directamente hacia mí.

Una semana previo a mi fiesta de 15 me agarró la locura de tener flequillo. Y, adivinen qué? Sí, señores, me devasté la cabeza, tijereteándome por demás. Cuando Madre me vió (porque por supuesto tuve la prevención de no avisarle antes), casi le agarra un infarto de miocardio. Por el apuro y mi falta de paciencia para ir a una peluquería a cortarme el pelo como se debe, tengo un álbum repleto de fotos con mi flequillo "loco" (así me lo apodaba una amiga, gracias Mica) que es el centro de atención en todas las imágenes. Ese fleco hablaba por sí solo, los pelos se salían de lugar y dejaban a la vista una porción de mi frente. La combinación del típico vestido largo de quinceañera junto con mi exitoso corte de flequillo era angustiante. Creo que si hoy miro las fotos me largo a llorar. 

Las dos son anécdotas producto de mis ocurrencias y mis ganas de cambiar, siempre cambiar. No lo llamo disconformidad simplemente porque día a día busco aceptarme como soy, aunque a veces cueste. Todavía sigo teniendo ganas de raparme la cabeza y salir a la calle con una cresta. Teñirme de violeta. O llegar a mi casa con rastas. ¿Por qué no? Quizás parte de la propia aceptación resida en querer cambiar sin cambiar nuestra esencia.

jueves, 17 de enero de 2013

Un instante para toda la vida


Una mudanza que me trajo más dolores de espalda que otra cosa hizo de mi enero la fecha más proclive para dormir como oso. Podríamos decir entonces que mi verano fue una especie de hibernación . Fue, ahora ya no es. Después de unos cuantos días de ausencia, volví al ruedo. Más que nada para no regresar a Rosario en febrero sin anécdotas que contar e inventando todo para no quedar como una aburrida que se la pasó durmiendo y abriendo cajas al mejor estilo descorche de champagne. 

Mi familia se mudó a Mar del Plata. Mejor dicho, la mitad de mi familia. La otra mitad compuesta únicamente por mi papá va a estar viajando de Capital Federal a Mardel hasta que le salgan canas verdes durante todos los fines de semana. ¿Cosa de locos? No es para menos, estoy hablando de mi familia. Nos comunicamos con los perros, tenemos más cambios de dirección que un grupo de nómadas y vivimos a base de semillas raras que compra mi mamá. Lo último es mentira pero casi.

La primer semana que podríamos llamar de adaptación fue una odisea bien digna de un poema épico. Simple imaginación: una casa llena de cajas apiladas, mezcladas, interfiriendo el camino cual laberinto. Podrían pensar que ya estoy acostumbrada pero no. Jamás logro acostumbrarme a todo lo que conlleva un cambio de esta magnitud. No es sólo trasladar tus cosas, es modificar tu barrio, tus conocidos, el supermercado de los chinos y el vecino simpaticón que siempre tiene algo para contarte. En definitiva,  es modificar gran parte de tu vida.

A partir del día 8 la situación fue mutando. Respiré aire de puerto, me acerqué a la vida en sociedad y recorrí la zona para salir del estancamiento que produce el colchón, y las sábanas, y la almohada, y las persianas bajitas, y... en fin. Salí del encierro, peregriné entre las calles de La Felíz, me mezclé entre la masa de gente y el hormiguero constante que te pisa los talones. Lindo, muy lindo pero no pude evitar preguntarme, ¿lo estoy disfrutando de verdad?

Dos mujeres que tenían entre 50 y 60 años le daban la espalda a la multitud y me brindaban un espectáculo de película. Ahí encontré la respuesta que estaba buscando. El mundo seguía girando y ellas disfrutaban de ese momento con el mar de medianoche como primer plano. Llevaban un equipo de mate, dos reposeras y el simple hecho de saber que se tenían la una a la otra para compartir alguna risa cómplice y el viento de la costa que hace olvidar hasta los malos tragos. ¿Para qué más?

Solemos pensar que cuanto mayor sea el número de gente en algún lugar el disfrute va a estar multiplicado, situación que en algunos casos puede ser probable pero, ¿es aplicable en todos? "Dale, vení que va a estar re bueno, va todo el mundo..."
  
Con respeto a todo el mundo y compañía, prefiero la calidad a la cantidad. Más allá del ajetreo de una multitud ensimismada y enfrascada en sus propios intereses, aún hay personas que eligen llenar su vida de instantes fugaces dejando de lado los ornamentos de la aglomeración. Eso es lo que yo prefiero.