martes, 31 de diciembre de 2013

En altamar


 
 
 Esto es como el súper-clásico de todos mis fines de año: termino mariconeando con el mundo entero y haciendo un análisis en cámara lenta cual película yanqui, casi con subtítulos y música.

Siempre sentí que el comienzo de un nuevo año era como la zarpada de un titanic cualquiera. "A todo trapo", diría mi abuela. Puro glamour, pura fiesta, puras alegrías hasta que la verdad de la milanesa hace sumergir todo casi literalmente. En noviembre estamos lidiando con tantas cosas que apenas tenemos tiempo para respirar y evitar ahogarnos entre la multitud. Al final, el barquito se rompe en dos y lejos están las ilusiones que nos propusimos durante aquel ascenso de tripulación y comienzo de año.

Este 31 no voy a ser muy exigente, fue lindo de verdad. Lo admito: firmo en conformidad con el 2013. Sentí miedo y, sin embargo, superé más de lo esperado la distancia con mi familia y la melancolía de pisciana sensible. Sigo creciendo en mi madurez personal, estudiando, trabajando como niñera, ahondando en relaciones profundas con mis amistades y, como si fuera poco, con la suerte de encontrar un compañero de ruta que, además de enseñarme a cocinar, se instala a leer conmigo mientras lo miro y lo admiro disimuladamente. Es lindo de alma y de corazón. Sonríe. Brilla. Amo la paciencia que le dedica a su vida, a sus ideas y a sus sueños. Es un aprendizaje constante tenerlo a mi lado. Y eso me encanta.

No son en vano las casualidades: este 2013 me regaló tanta buena compañía que sólo puedo desear que siga siempre así. Brindo por las personas que hicieron de mi año un lugar repleto de amor donde poder respirar confianza, amistad, y sobre todo, sabiduría para aprender todos los días de mi vida. Brindo por no naufragar, por nadar siempre, aunque sea contra la corriente.
 
¡Alcen las velas!  (¡y las copas!) Felicidades, muuuuuuuchas!!!


viernes, 27 de diciembre de 2013

El diecinueve



Volver a casa implica reencontrarme con mi infancia. Casi sin querer, se cruzan en mi camino recuerdos de aquella época archivada en mi habitación que guarda intacta la esencia de lo que fui y lo que soy. Una foto y un póster tamaño gigantografía me hicieron tener 12 sumisos años y revivir la plena pubertad en desarrollo que iba de la mano de la idealización de amores imposibles, platónicos y todo el circo novelesco.

 Resulta que de chica era fanática de Boca. Ahora por cuestiones ideológicas y demases no estoy en la misma sintonía, no concuerdo con ser una enferma del fútbol ni estimular  la pelea que produce la irrebatible contienda que generan algunos hinchas. A unos cuantos les cuesta entender que la contradicción va a existir siempre. Por eso, sigo alentando a un equipo pero desde otra perspectiva. En fin, antes era chica y veía las cosas de manera frenética. Cuando sos chico todo es pasional, ardiente, impulsivo. Recibí por herencia paterna los dotes de hincha y empecé a convertirme en todo un as del fútbol. Era un Cacho. Me juntaba con los varones del colegio a debatir temas futbolísticos como si fuera una ilustrada en una mesa de intelectuales. Creo que sabía bastante. Aunque hoy estoy lejos de sentarme a charlar cual programa de Fantino. 

Cuando logré apaciguar las aguas de mi lado masculino, apareció en el entorno de jugadores de Boquita un muchacho con la camiseta número 19 que me hizo desplomar el corazón: Neri Cardozo. Era el hombre de mi vida, la figura perfecta que me complementaba en todos mis sueños (y mis realidades inventadas). Él me enfrentó con mi lado de macho para hacerme volver una mujercita y sacar a relucir mi lado de damisela perdida. Está claro que estoy exagerando, siempre exagerando; pero entiéndanme, estaba viviendo toda una revolución.

Un día fui a un entrenamiento y lo ví en persona. Mi amado Neri con su flequillo al costado y una delgadez que lo hacía casi imperceptible para el resto. Era de los jugadores suplentes, no hacía notas, lo grababan de casualidad cuando pateaba un córner y yo me desvivía por conseguir una toma de cerca mientras él jugaba.  Sinceramente no sé qué le vi, pero bueno, dicen que el amor es ciego. El mío era ciego, sordo y mudo. Le saqué no sé cuántas fotos con una cámara de las viejas que después tuve que revelar. Imaginen el álbum de fotos: divertidísimo y súper entretenido. Neri saltando, Neri corriendo, Neri estirando, Neri esquivando conitos. Una foto (la peor de todas), muestra mi cara en primer plano que vacila entre la felicidad suprema y una timidez ridícula, mientras de fondo se ve a Neri, jugando. Es en estos momentos cuando uno se enfrenta con su yo interior y no sabe qué responderle. La boludez no conoce límites.

Se fue Neri y apareció el Pato Abbondanzieri (nota: mi guitarra se llama "Roberta" en honor a su nombre), y cerré mi etapa de botinera con Rodrigo Palacio, por el cual me chanté una trencita en la cabeza. Ahora no me quejo, los dejé de lado porque los futbolistas son demasiado complicados. Ah, y porque nunca me dieron pelota.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Feliz, feliz en tu día



El rol de niñera que me adjudiqué este año me trae reminiscencias acerca del pasado inocente que hoy me sigue de la mano de Emma, mi pequeño elemento de praxis. Con ella, mi aprendizaje y mis experiencias se potencian y los recuerdos propios, olvidados por el paso del tiempo, se hacen palpables. 

Hace unos días encontré una muñeca entre sus tantos juguetes. La guardé mientras ella se bañaba y seguí acomodando la multitud de muñecos que estaban esparcidos por todo el piso como masacrados por una guerra. Piernas y brazos en todas direcciones, cabezas sin cuerpo pero siempre riendo. Quién fuera juguete.
Al rato volví a encontrar la misma muñeca sin una pierna, cosa que me llamó la atención porque en ningún momento la vi a Emma sacarle una extremidad a la pobre ingenua. Volví a mis cosas hasta que encontré una tercera vez la misma muñeca con las dos piernas nuevamente. Llámenme boluda, inocente o habilidosa en cuanto a imaginar concierne. No sólo no se me ocurrió pensar que había dos muñecas iguales, sino que mi cabeza apocalíptica sólo pensó lo peor: una muñeca maldita dando vueltas por la casa. La imaginé sacándose la pierna al estilo Toy Story, sólo para intimidar. Y morí del terror pensando que la manada de juguetes podría un día levantarse y caminar como The Walking Dead. Después de imaginar tanto, volví a la realidad. No, hay dos muñecas y punto.

Cuando mi cabeza idealista logró visualizar los dos ejemplares y encontrar la respuesta más normal del universo, mi cerebro hizo sinapsis. Sí, señor. Mis dendritas y axones se intercomunicaron neuronalmente para generar un shock interno que terminó movilizándome y haciéndome recordar. Como en cámara lenta volví a tener 5 años, volví a festejar mi cumpleaños, volví a recibir dos regalos que se parecían...

Buenos Aires, 6 de marzo de 1998, Cumpleaños Nº6 de quienescribe. A causa del gran número de mudanzas extendidas a lo largo de mi corta vida, nunca tuve un tropel de amigos cuando recién llegaba a un nuevo lugar. Siempre los justos, los necesarios pero los mejores. En ese cumpleaños, mi número de invitados se limitaba a las vecinitas del edificio. El festejo era simple, en casa. Sonó el timbre y mi ansiedad comenzó a latir. Ahí estaba mi regalo. Envuelto en papel madera, prominente, interesante. Lo palpé y enseguida detecté que se trataba de una caja. Rompí el envoltorio y no fallé: era una muñeca bailarina de pelo color violeta y todos sus accesorios. Era Diana, una criatura sublime.

Una vez superado el momento de emoción ante el primer regalo, me relajé. Todo volvió a la normalidad hasta que por segunda vez sonó el timbre. Y ahí, nuevamente, mi presente envuelto en un papel madera similar, con un tamaño similar, con una forma casi idéntica a la Diana bailarina. Mi intuición me decía que era el mismo regalo, pero mi pequeño corazón se deshacía de sólo pensar en tanta mala suerte. Era ella. Diana de nuevo que me miraba a través de la caja transparente con sus zapatos de danza y su pollerita de tutú.

Mi ilusión se explotó como los globos colgados en la puerta de mi casa. Siempre le encontré cosas positivas a los regalos. Hasta el peor de todos podía tener su rinconcito de compasión de mi parte porque alguien había pensando en mí y eso ya era suficiente. ¿¿¡Pero qué pueden tener de bueno dos regalos exactamente iguales??! Ni siquiera el color del broche del pelo variaba. Eran dos Dianas malditas como las dos muñecas que me perseguían hace unas semanas, quince años después de la desilusión de mi vida.

Desde ese día, odié las promociones, las ofertas y los 2x1. Si las bondades de cumplir años van a ser dobles: Feliz, feliz en tu día... No quiero. No quiero.



lunes, 2 de diciembre de 2013

22, la loca


Dicen que la locura es un placer que sólo los locos conocen. "La loca de las palomas" supongo que sabrá explicarme esa frase que repito para darle un sostén de cita literaria a mi texto. Esta mujercita de pelo desgreñado y pantalones mostaza (que por cierto no se saca nunca) es una de las sensaciones de mi nuevo barrio. 

Hace un tiempo, escuché versiones de una loca que anda suelta. Mientras le tira migas de pan a las palomas y recorre las callecitas de la zona, habla sola, grita alguna ocurrencia si pasa alguien cerca y blasfema a quién sabe qué dios y qué santo. No la imaginé de esa forma hasta que la vi, como suele ocurrir con nosotros, los humanos. Seres sensibles a las ideas concretas: ver antes de creer, hechos no ideas y otras yerbas. 

Resulta que la loca es una loca importante. Quiero decir, antes de conocerla pensé que era un título más para distinguir a alguien que hace cosas no tan comunes, aunque dentro de la normalidad. La gente suele proferir esa descripción como si fuera una virtud; cosa que no me parece mal pero que transforma la palabra loco en algo habitual. Hoy está lleno de locos, de la vida, de la guerra, de loquesea.

La loca de las palomas se posa cerca de las 17hs en una esquina con su bolsita de migas y una  cara de mala que intimida a más de uno. Las bicis pedalean más rápido, los autos suben las ventanillas y la gente que va caminando, además de cruzar de vereda para evitar no pasar frente a ella, apuran el paso por si las dudas y si las moscas. Con qué simplezas uno implanta el terror en la zona. Hasta las viejitas más despistadas se avivan en seguida cuando llegan al entorno gobernado por la figura de esta mujer inquietante y se desvían del camino. 

Varias veces la observé intentando analizar lo que hacía y debo admitir que en todas las ocasiones crucé de vereda. Se reconoce desde lejos con un pantalón que increíblemente no se destiñe jamás. Permanece en la esquina, mira para todos lados, nerviosa, y con motivos de engrandecer su figura amenazante, pone los brazos en jarra como desafiando a todo el que la mire. Casi como un reflejo, apurás el paso y sacás la llave de tu casa por si se le ocurre correrte, perseguirte y atraparte, encerrándote en su cueva repleta de palomas y heces. No creo que sea capaz de tanto pero uno nunca sabe en este mundo de locos.

Sólo una noche que la crucé por casualidad de la vida barrial tuve una idea de ella repleta de compasión. Estaba posada sobre su única ventana de la casa en donde vive: un cuartito en una planta baja con espacio limitado para respirar. Esa mujer tan provocadora e impetuosa que permanece todas las tardes en una esquina, estaba enmarcada por otra realidad que también era suya. Miraba el cielo y las estrellas sobre su ventana mientras tenía una de sus manos sobre el mentón. La imaginé soñando otro mundo lejos de ese lugar, enamorada quizás, con ilusiones y miedos, y con una sensibilidad que no coincidía con la mujer que era por las tardes.

Poco tiempo después me di cuenta que vivía junto a su madre: una señora grande postrada en silla de ruedas. Ahí terminé de comprenderla, de conocer el por qué de la locura de un loco. El entorno debe resultarle amenazador, la única forma de sobrevivir es mostrarse así, como "La loca de las palomas". Fuerte pero susceptible, salvaje pero efímera. Humana.



domingo, 10 de noviembre de 2013

El libro de Patricio



Hay historias que se borran de nuestra cabeza como si hubiéramos decidido apretar el botón de DELETE. Quizás por su insignificancia, quizás porque simplemente recordarlo es un acto tan trivial como una mañana de cualquier día, de cualquier año, de cualquier mes. Los borramos hasta que algo, un engendro devenido de la tecnología y la modernidad aparece desde las penumbras para atacar nuestra mente y hacernos recordar... 

Desgraciadamente, para nosotros, los posmodernos, las redes sociales se toman el laburo de invocar publicaciones con aquellos recuerdos tan lindos y olvidados, haciendo tangibles los errores que cometimos y que creíamos que habían sido sueños (o pesadillas). 

De repente, la historia de un tal Patricio (porque me encanta hacerme la misteriosa) y su libro (bah, MI libro), aparece desde el más allá, concretamente en una foto en donde fue etiquetado jugando al fútbol como tanto otros salames que piensan que son unos winners bárbaros con la pelota en los pies. 

Resulta que a este Patricio lo conocí de casualidad por amigos en común, la típica. Quedé básicamente embobada con un bobo. Mientras él jugaba al fútbol y se hacía el langa, yo pretendía impregnarlo del amor por la literatura, mientras le prestaba algún que otro libro, él se habrá reído más de una vez por lo inocente de mi propuesta. Me imagino cual loca psicótica, admirada no sé de qué, encandilada no se por qué. Enamorada como una boluda. No quiero ni saber si alcanzó a leer un renglón, si por alguna casualidad de la vida y de la alineación de los astros, le dieron ganas de abrir el prólogo al menos, o de leer la dedicatoria... ALGO. Mi error fue querer cambiar aquello que no estaba en sus raíces sentimentales, emocionales, racionales, ideológicas, culturales y muchos etcéteras más. Algo tan simple como leer se convierte en un martirio para los machos de hoy en día. Él era del fútbol y de los amigos, no pidamos canciones, ni poesías, ni esas cosas melosas en las que muchas mujeres caen como  borracho en rehabilitación.

El dilema de mi existencia humana es que nos peleamos antes de que me devolviera un libro de cuentos de Isabel Allende. Lo crucé un par de veces pero nunca se lo pedí porque eso implicaba volverlo a ver para que me lo devolviera. Después de dos, tres años, puedo decir con determinación que sin duda me dolió más perder uno de mis libros favoritos, antes que pelearme con él. Cada vez que me encuentro con la portada de mi reliquia en alguna librería me agarran ataques de bronca crónica de sólo pensar que mi libro puede estar empolvado en algún estante o en el tacho de basura.

Fue en ese momento de encuentro con la foto de Patito a través del facebook, que me acordé del maldito día en que decidí prestarle el libro. A veces no está tan bueno compartir... te podés quedar sin el pan, sin la torta y sin el libro.




miércoles, 23 de octubre de 2013

Lo que se hereda

Como siempre está bueno extender los días que implican festejar y alargarlos cual si fueran carnavales del medioevo, decido decretar por voto propio la semana de la madre, desestimando "el día de..." y haciendo que la joda se prolongue. En realidad, lo que pretendo es darle un galardón a mi madre que bastante tuvo que luchar. (Mentira, siempre fui un angelito pero le pongo drama al asunto).

Madre no sólo contribuyó con regalarme una fisonomía casi igual a la de ella, el mismo semblante de enojo cuando las cosas no se están poniendo buenas y el fanatismo nivel intolerante de su amor por la limpieza y el orden. Además, colaboró para cederme rasgos de su personalidad, las inseguridades que le surgen y que muchas veces evito, porque entiendo que con los genes no queda otra que luchar, las palabras inventadas en diminutivo y con terminaciones tan raras que parecen un nuevo idioma (Flanders, un poroto) y la paciencia que tiene en el jardín con los veintiún sujetos de entre 3 y 4 años que están en pleno apogeo subversivo. 

Uno de sus legados que creció con los años y hoy me hizo reír sola arriba del colectivo, es su afán de tener una buena ortografía. Así como lo leen. La mina odia los errores, ni que hablar de los horrores y ha rechazado citas amorosas por cartas que daban dolor de cabeza y un inevitable ardor en las pupilas. En otra entrada conté la historia del "Hectitor" y su poca capacidad para seducir... Podríamos decir que no tenía alma de poeta ni a palo. 

Hoy viajaba en el colectivo del lado de la ventanilla y mis ojos toparon con un cartelón espectacular, súper llamativo y de muchos colores, que en medio de tanta cosa ostentosa llevaba la palabra "Camviar". Casi comienzo a lagrimear como mi madre cuando leyó la carta sentimental de Héctor que se deshacía en bochorno tras bochorno. Inevitablemente me pasa lo mismo porque lo heredé, porque somos madre e hija y nos encanta ser exageradas con las palabras.

La prueba de fuego es el "yendo", del verbo ir, no del verbo LLEGAR. Si te están por pasar a buscar con fines románticos y por motivos de ansiedad te agarran ganas de mensajear al susodicho para ver por dónde anda y cuánto le falta, lo más probable es que él te responda "estoy yendo" o "estoy llendo". Si es la primera opción, quedate tranqui, vas por buen camino. Si es la segunda... yo que vos cancelo todo...

(Mentira, tan drástica no soy. Digamos que sólo un poquito exigente.)

Por eso, ante la duda... "Voy en camino".


miércoles, 16 de octubre de 2013

Puntos de vista



A los 5 años recibí un regalo muy particular: un par de binoculares amarillos. Mi papá me los había obsequiado mientras yo me impacientaba en una larga cola de espera, antes de que por fin se abrieran las puertas y se corrieran las cortinas de una obra de teatro. Todavía me cuesta distinguir si me los dio porque desde su rol de padre ya percibía como un sexto sentido mi futura ceguera; si, en cambio, fue porque me veía demasiado diminuta entre tanta manada de gente, o si me los regaló simplemente por regalar, como esos padres que acceden a comprarle a sus hijos vinchas con brillantina, remeras que al primer lavado se vuelven tamaño xxs o demases ridiculeces.

La cuestión es que eran binoculares. Y amarillos. Conclusión: no eran cualquier cosa. En un primer momento me pareció un artilugio muy poco útil y, por qué no, raro. Había que apoyarlos sobre la nariz y mientras uno divisaba un punto fijo a la distancia, con la mano se debía girar una pequeña tuerca para ir acercando el cristal. No eran nada de otro mundo, aunque me gustaron por ser especiales y me acostumbré a usarlos. Pasé casi toda la obra de teatro girando la tuerca. Además, tenían una cuerda para llevarlos colgados en el cuello así que decidí que a partir de ese momento inauguraba en mi vida una época de niña exploradora y de "cambio de dimensión". Por esos anteojos truchos podía ver la realidad de otra manera, más próxima, más al alcance de la mano, más profunda, incluso. 

Me instalaba en la ventana mientras el aumento del cristal me brindaba detalles, me regalaba escenas que a la distancia no podría haber descubierto jamás. La mujer Maravilla era un poroto, yo era una superheroína con mi arma mortal, una Atenea cualquiera, una Hera digna de Zeus. Con qué poco se conforma uno cuando es chico... hoy miro esa cosa de plástico y me agarran ataques de risa. Porque sí, aunque no puedan creerlo, todavía los guardo en el cajón. Están ahí como nuevos, como si nunca hubieran sufrido el paso del tiempo, tal como los vi el día en que el señor de las porquerías del teatro me los dio mientras le colgaban cinco docenas más como el mío. (Dudo que alguien más le haya comprado. Attenti: no son un buen negocio.)

Estos cambios que hoy transito están representados en esos binoculares amarillos. Significan el punto de inflexión que necesitaba para darme cuenta que mirar todo desde un mismo lugar no me ayuda a crecer. Resulta fácil y cómodo permanecer en una burbuja que nos ataja del contexto, pero ¿es sano? ¿Cuánto más podemos seguir mirando todo lo que nos rodea con los mismos ojos de siempre, sin ningún ánimo de cambiar de perspectiva? Además, seamos sinceros, ¿no termina siendo aburrido mirar siempre desde un mismo punto de vista?

Por eso, decidí hacer acto de apertura a una nueva etapa. Con panoramas que varían, con ópticas que no siempre son iguales. Y que tampoco tienen por qué serlo... ahí está la aventura de andar con unos buenos binoculares: cambiar de perspectiva sin olvidar de disfrutar del paisaje.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

Crónica de un alquiler no anunciado

"Contra toda la opresión que significa vivir en estas cajas de zapatos, existe una salida, una vía de escape, ilegal, como todas las vías de escape, en clara contravención contra el código de planeación urbana se abren unas minúsculas e irregulares e irresponsables ventanas que permiten que unos milagrosos rayos de luz iluminen la oscuridad en la que vivimos." Medianeras (2010)



Quienes tengan que convivir a diario con la insoslayable situación de inquilino-locatario-ocupante-arrendatario, sabrán entender mi situación. Otros que quizás tengan la suerte de gozar de realidades diferentes, espero que, al menos, se conmuevan ante mi inminente desgracia. 

En estos días llegué a la conclusión de que las inmobiliarias son como un caldo de depósitos, administraciones varias, sellados, papeles y pérdidas de tiempo, y más tiempo. En síntesis: Las inmobiliarias son una eterna burocracia. Sí, es verdad, no descubrí la pólvora ni mucho menos. Probablemente me estén gritando desde las tribunas 'Chocolate por la noticia, nena!', pero necesitaba expresar mi sentimiento de desazón aunque esté repitiendo algo que muchos (o todos) ya sabemos.

Como si no fuera angustiosa toda la escena de mudarse, de guardar cosas, de acomodar... en fin, toda la parafernalia que se conoce en el ámbito de la gente nómada, uno tiene que ir a clases de yoga ashtanga para intentar no morir en el intento de superar un trámite de alquiler. Hay que pagar para entrar y pagar para salir. Si encontrás un lugar decente (véase que en el término "decente" no está incluida la ausencia de ruidos urbanos al mejor estilo frenada de colectivo), con un monto que alcance para pagar también las provisiones del mes, empezá a agradecer desde ahora a los dioses griegos que te amparan desde vaya a saber dónde. Sos un afortunado. Mientras tanto, la gente común sigue buscando donde poder vivir, tratando de evitar en lo posible algún banquito de plaza. 

El importe para ingresar a un alquiler es alto. Conseguir las garantías y muchos etcéteras, es sólo para personas con virtudes de mucha paciencia. El contrato, en general, es por dos años. El segundo, aumenta el precio. A ese número a pagar hay que sumarle las expensas, en caso de ser un departamento. Pero, como si fuera poco habitar en un pedazo de cuatro paredes con pequeñas ventanas para respirar aire (im)puro, los servicios extra-inmobiliarios tienen también su costo. Agua, gas y luz, así como también la tasa general de impuestos (T.G.I.), cable o wifi, si es que se tiene y no se lo considera un lujo, suman más dilemas al asunto.
Casi, casi ganaste el quini 6 si no dormís con el colchón en el piso y tenés algún televisor para apalear la soledad. Si sos propietario de una maquinaria encargada de conservar los alimentos frescos, llamada heladera, ya está: considerate un semi-dios.

Ahora bien. Si la mancha de humedad que te tuvo un mes con el plomero adentro del baño vuelve a aparecer, si el vecino del tercero es insoportable, insufrible y muchos in- más, si estás cansado de llevarte puesto los muebles a falta de espacio, es hora de levantar campamento, rescindir el contrato e ir en busca de algo mejor. Toda una aventura. El problema en este momento consiste en: 1) avisar con un mes como mínimo de anticipación que te vas de tan grato hogar, 2) rescindir el contrato en caso de irte antes de cumplir los dos años pactados de alquiler, 3) pagar por rescindir, 4) conseguir pintor, 5) entregar el departamento pintado y en condiciones, 6) levantar tus cachivaches y divisar otro lugar a donde poder alojarte, 7) que ese lugar valga la pena. Como si fuera poquísimo, uno es estudiante e intenta llevar una vida además de pagar el alquiler.

"Por eso estoy acá, con mi vida desordenada en 27 cajas de cartón, sentada sobre 12 metros de burbujas para explotar, antes de que la que explote sea yo." 


domingo, 25 de agosto de 2013

La espera




Las baldosas perpendiculares dominan la escena y combinan tristemente con los asientos en fila que se enfrentan alrededor del pasillo, dejando ver un escenario antipático e incómodo. La máquina de café pegada al dispenser de agua. El murmullo y el silencio que chocan entre sí, y no determinan ningún equilibrio. Miradas que se esquivan, bostezos que delatan una jornada agotadora o una inevitable sensación de hastío. Un teléfono que suena casi como insolente entre tanto susurro. Es viernes por la tarde, y sin embargo, no parece haber salido el sol en este lugar. Casi me resulta paradójico el reloj colgado al lado de la ventana como contando los minutos para que la espera concluya al fin. Aquí no existe el tiempo. La luz no se estima desde este lado del mundo. Qué aspecto tan sombrío me transmite la escena desde esta posición.

Una mujer sostiene entre sus brazos un pequeño bulto de mantas por las que asoma una cabecita ingenua. Dos hombres mantienen una charla entre voces taciturnas y una señora intenta sacar de su bolso un par de papeles para presentar en la recepción. De repente, una voz grita mi nombre.

Entro y salgo. Casi me parece alucinar el momento en que pisé el consultorio y escuché mi diagnóstico. El tiempo se convierte en un andar uniforme. Veo mis pies entre las baldosas. Me cuesta respirar. Te busco. Encuentro tu abrazo. No hay por qué temer.


viernes, 16 de agosto de 2013

ROS(olid)ARIO



Hace diez días atrás, Rosario sufrió un gran accidente que nos dejó a todos sumergidos en la tristeza. Un edificio explotó a causa de una pérdida de gas que le quitó la vida a muchas personas y dejó una atmósfera gris que aún hoy, luego de tanta búsqueda y sacrificio, sigue presente. 

A ocho cuadras de la explosión, los vidrios de las ventanas vibraron, y mucho. La incertidumbre por saber lo que había pasado era cada vez más grande. En pleno centro, en plena luz del día, en pleno apogeo de semana rutinaria como acostumbra tener la gran ciudad, ¿quién hubiera imaginado que algo así podía llegar a pasar y a tocarnos tan de cerca, tan de golpe, tan inesperadamente?

Primero, el asombro. Después, el dolor. La angustia de ver a aquellas familias buscando a sus seres queridos hace cuestionarnos inevitablemente qué hubiera pasado si la víctima era un amigo, un familiar, o por qué no, uno mismo. Frente a esto, ¿hay, acaso, algún culpable? ¿Es el destino, la vida, la responsabilidad de uno o de muchos? Innumerables testimonios para recolectar y analizar, historias que nos estremecen y nos hacen bajar la cabeza, una calle teñida de negro, un vacío en el corazón de Rosario. Me sentí mal. Mal porque lo imaginé. Porque no pude evitar tener al menos un poquito de conciencia de aquellos minutos desesperantes que habrán sido eternos. De aquel que no sabe lo que está pasando, de aquella chiquita que se aferró a su mascota, de aquel matrimonio que lo enfrentó de a dos. 

Escuchando varias entrevistas, hubo unas palabras de un hombre que había presenciado la explosión y se salvó para poder contarlo, que me quedaron impregnadas. "Una brisa tibia, la onda expansiva, me llevó la historia". Así, sin más. Se había salvado, estaba agradecido porque, supongo, vivir una situación como ésta y seguir con vida es una bendición. Pero el fuego le había quitado otra parte de su esencia: sus recuerdos palpables, tangibles, terrenales. En unos segundos, esa onda expansiva se tragó casi literalmente y con ímpetu, el cúmulo de historia que tenían decenas de familias.

Hoy la ciudad se va sanando de a poquito, a fuerza de lágrimas y mucha voluntad. Quedará para siempre un rinconcito sin cicatrizar. El dolor es de todos, aunque sí debo decir que es frente a estos hechos cuando no me canso de admirar el ánimo y el vigor de afortunadamente muchos. Deberíamos aprender a poner más en práctica  el espíritu de solidaridad que surgió a partir de esto. Porque, no sé, quizás, encontremos en eso un buen motivo para sentirnos mejor. 



domingo, 4 de agosto de 2013

No todo lo que brilla...


La desilusión de lo que, en principio, tenía la impronta de ser un gran profesor es como la desilusión del amor de tu vida. Ahí lo ves, destacando entre la multitud, creyéndolo especial, (decir único creo que ya es demasiado), admirándolo mientras te convencés de que la elección de esa comisión nunca podría haber sido mejor. Incluso llegás a regodearte entre la masa estudiantil diciendo que el profesor que tenés es un genio y que las clases que da están bárbaras

Un brote de orgullo te surge cuando alguien te responde que en comparación a este profesor, la cátedra que eligieron es horrible, que no entienden nada, que se arrepienten de no haber elegido la misma. Bueno, no te preocupes, creo que da otra materia en tercer o cuarto año. Hay que apurarse para inscribirse...  Y mientras tanto, la seguridad de haber seleccionado al mejor entre tantos, te hace sentir una grosa. Eso les pasa por giles, miren a quién tengo yo. 

Las primeras semanas todo muy lindo, muy motivador. El enamoramiento es casi una droga alucinógena donde, en vez de ver a un bombón romántico al estilo Ashton Kutcher en Muy parecido al amor, vemos un hombre flaco, de estatura media, hiperactivo, charlatán y perturbador. Poseedor de una particularidad que no puede pasar desapercibida: utilizar 300 mil caracteres por minuto. Aún así, todo parece estar bien. Tan malo no debe ser si al principio era el mejor. Pero, lamentablemente, (porque siempre hay un pero y siempre es lamentable) la ilusión se pincha como una piñata repleta de golosinas, y mientras todo el mundo se golpea y se estruja para lograr llegar a los caramelos de dulce de leche, vos te preguntás cómo pudo haber pasado esto. 

Es sabido, el momento de mayor fragilidad es cuando estamos ensimismados en eso que creíamos perfecto. Ahí perdemos nuestro eje, nuestro centro, nuestro yo. El magnánimo y bondadoso profesor terminó siendo uno más, que no sólo no se destaca entre el tropel de profesores, sino que además, llega a ser peor que cualquier otro. Es un simple mortal, no una divinidad omnipotente. Malas correcciones, mala onda y mala vibra, consignas imprecisas, quejas constantes y un ego que da piel de gallina. ¿Justo yo tuve que elegir esta comisión?

Pero bueno, tranqui, no te preocupes... creo que da otra materia en tercer o cuarto año. 


miércoles, 29 de mayo de 2013

Somos cómplices los dos



Veinticinco años atrás la historia no había empezado. Y sin embargo, estaba ahí. Escrita. El veinte causa sobresalto. El cinco, una huella que marca la impiedad del tiempo. Veinticinco es turbación, adultez. Dos décadas y media atrás se saludaban sin saber que volverían a cruzarse después de tanto tiempo, de tanta vida y tanta historia.

Mari se ríe, me mira con un brillo especial que no me cuesta distinguir: Está contenta. 'Me siento como una adolescente", me dice mientras suspira y sigue largando risitas nerviosas, fusionadas con las ansias de saber que en unos minutos, el tiempo, maldito contendiente, quizás se detenga. 

Siempre quise saber lo que se siente reencontrarse con alguien después de muchos años. Decir un '¡tanto tiempo!' literal, abrazar como si hubieran pasado diez, veinte, treinta primaveras. Y que hayan pasado.  Que toda sea energía que fluye al conocer a alguien, vuelva a repetirse al redescubrirla. Porque el destino, además de ser un perverso, también es sabio. La vida entera que pasa entre nosotros no se cansa de sorprendernos, dejándonos pasmados en una laguna de dudas e incertidumbre, pero también de ilusión.

Tengo la suerte de que muchas madres de mis amigas son como un puñado de amigas más. Cada una en su rol de adulta, por supuesto. El pensamiento de una incipiente como yo, apenas llega a opiniones que intentan aprender de las experiencias vividas que ellas me brindan. Así es como encontré, sin imaginarlo, a Mariela, una luchadora que me llenó el corazón de alegría con su historia. 

Hace unos días atrás se reencontró con su amor de la juventud. La pasó a buscar después de veinticinco largos años y tan sólo pensar en ese reencuentro, me eriza la piel. Cada uno con sus crónicas de vida, con su marcas del pasado, con sus kilómetros de ruta. Me armé una escena de novela en mi cabeza, mientras él la esperaba en el auto  y ella caminaba entre palpitaciones y suspiros para estrecharse en un abrazo cargado de años.

El enigma de reconocerse es lo que se manifiesta como prueba irrrefutable de que el encanto no se perdió. Conocer a alguien implica tantos factores que sigo sosteniendo que, a pesar de muchos años, nos seguimos sorprendiendo con el conocimiento que creíamos tener de la persona. Si resulta difícil conocer a alguien, volver a verse en los mismos ojos, poniendo a prueba toda hostilidad es un desafío que tildo de extrema valentía. La magia reside en re-conocerla. En volver a experimentar el hecho de estar juntos por la simple ¿casualidad? de cruzarse nuevamente.

Una historia que quería compartir. La emoción me desbordaba como si yo fuera esa misma mujer que se siente plena, arriesgándose a los cambios con el corazón repleto de mariposas.



viernes, 17 de mayo de 2013

Despedida

Mi mirada no era compatible con ésta que soy hoy. Fui removiendo desconsuelos para encuadrar sólo tu sonrisa. Abrumadora forma de ir dando saltitos en los charcos de lluvia para no mojarme los zapatos. O peor aún, las medias. Como aquél reencuentro que hizo detener el mundo sin siquiera darnos por aludidos. La tormenta nos perseguía. Íbamos jugando a no dejarnos atrapar tan fácil, pero ya ves, quién puede escaparse de lo que es inevitable. 

Y así me persiguieron las horas. Los chistes malos, la risa obligada que después de ser obligada se convertía en una carcajada espontánea, los veintidós mensajes nuevos con letras consonánticas, la mañana que traspasaba las cortinas,  las cuarenta y tres cuadras de distancia, los beach boys y hey there delilah. 

Llegó la hora de decirme la verdad como la vez en que quedé con tus libros en un taxi y las palabras nos quedaban grandes porque el silencio era más que suficiente como testigo. Te encontré y me encontré. Y si nos perdimos, fue un gusto haberte encontrado alguna vez.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Cómo cambian las cosas los años...

Mi paseo era una regreso convencional en colectivo. Convencional hasta que los ví subir. Tomados de la mano como en plena juventud, dotados de un brillo especial que se notaba en las miradas que compartían. "Vieji, ¿podés?". Así, sin más. Se cuidaban y se mantenían firmes, supongo, como el día en que compartieron aquellos inolvidables primeros roces de las sábanas.

Los rostros colmados de hastío en el colectivo pasaron a ser la nueva rutina que nos recluye en un rincón del lado de la ventanilla. No nos miramos, no nos sentimos, no nos prestamos atención. Cada uno viene sumergido en su mundo, escuchando música, leyendo, hablando por teléfono o mirando el celular. 

Y así, mientras el mundo flotaba a mi alrededor y dos hombres se desafiaban disimuladamente por un asiento, los ví. Subieron emparejados como si fueran uno. Los años se habían encargado de hacer un amalgama entre ellos dos. Ella, fresca, sumisa, frágil e insegura. Él, intrépido, animoso, con fuerzas para ayudarla a subir y sentarla en el primer lugar disponible, sin soltarle la mano. Quién fuera como ellos. Quién fuera ese resultado de años y años, de vidas y muertes, de amores y odios, de miedos y perseverancias. 

Se miraban con tanta ternura que no podía despegar la mirada. Me resultó conmovedor algo, quizás, tan común. ¿Común? ¿De verdad es común? Ellos se habrán visto con el desvelo de la pasión enmarcada años atrás. Y ahora, ahora mirarse a la cara y encontrarse auténticos como el primer día resulta todo un desafío. Al final, después de tanta historia, lo que queda es el compañerismo, es seguir llevando la mochila a cuestas juntos.

Yo no creo en el amor para toda la vida. Creo en los amores para toda la vida... en bandada, en clanes, en cuadrillas que vienen sin escisión posible.


sábado, 4 de mayo de 2013

Es que todo se volvió gris


 Conmigo nunca hubo medias tintas. Si vengo de una seguidilla de buena racha, azares afortunados y porvenires que pronostican buen clima, inexorablemente vendrá luego una concatenación de malos tragos. Si no se me queda atascado un pájaro en la ventana, se me quema el foco de una lámpara que está incrustada en un techo altísimo con un plafón casi imposible de sacar. Si no pierde el bidet y moja todo el baño, me salta brea de la cañería del lavadero y termino fregando cual cenicienta.

Yo no sé si pido mucho, simplemente pretendo salir de una y no entrar en otra. Quizás haya fuerzas sobrenaturales que se alían en contra de mí para provocar una instancia de nervios que se ha hecho muy cotidiana en mis últimos días. Es lo más probable. Mientras tanto, escribo.

Ayer me levanté y había un pájaro. La vez pasada fue una paloma. Por lo menos éste era un bicho más lindo  y no hacía un ruido decrépito que hiciera que me despertara a las siete de la mañana. Mi nuevo amigo no podía salir del espacio que hay entre la ventana y las rejas, así que hice la gran misión del día. Saqué mi Antonella bondadosa para ponerla al servicio de la comunidad. Me chanté unos guantes y después de catorce intentos volvió a su hábitat natural entre cables, postes de luz y árboles pelados. Cabe aclarar que no se fue sin antes dejarme unos lindos adornitos decorativos en mi ventana.

Con respecto al techo alto, no acepto risas ni chantajes. No hablo desde un posicionamiento subjetivo de poca altura en el que veo todo desde un plano inferior. No. Bueno, quizás sí, pero es alto igual. Estoy planteándome éste problema desde anoche; creo que soñé con escaleras. Es cambiar un foco, ya sé, pero resulta que cuando estás solo, aquellos problemas más estúpidos y nimios que se te puedan imaginar resultan ser toda una odisea o misiones imposibles.

La mañana de ayer fue mortal. Mientras lidiaba con un contexto poco favorable, salí en plena lluvia a reencontrarme con mi grupo de amigas impuntuales. Véase aquí la aclaración y el adjetivo: "Impuntuales". Una hora esperando. Se me acalambraron las piernas, me hice amiga de la gente que pasaba y el hombrecillo de seguridad me miraba como diciendo "¿Qué hacés todavía acá?". 

Quiero creer que esto es el resultado de la nubosidad variable que hay en la ciudad. 
Ah, y el plomero no viene hace dos semanas... Empiezo a considerar que es el único plomero en todo Rosario.


domingo, 21 de abril de 2013

Máximas chichosas


Busqué un título que generara intriga y creo que lo logré. Nadie sabe sobre qué voy a escribir en esta oportunidad. O al menos, no se lo esperan. No se lo ven venir. Como yo. Como mi cara de sorpresa ante las parábolas de mi querida gran Chicha. O debo decir: mi abuela.

Para quienes me conocen, ya saben. La Chicha es la progenitora de mi padre. Aunque en el ámbito habitual y universal, la Chicha es la Chicha. Es como un personaje inmortalizado en su figura con lentes de sol y brillo labial, una deidad de esas de las que habla Virgilio.

La voy a visitar a su guarida siempre que puedo; cocina mucho y rico. Tomo más mates en unas horas que en el resto de la semana mientras miramos fotos del año de la escarapela que siempre son recibidas con nuevos comentarios. Entre toda la parafernalia, la Chicha siempre tira un bocadillo digno de mención. Es como una sentencia, un acto sagrado venido del más allá para alentar a las almas de este mundo. 

-Te tengo que contar algo...- le dije hace unas semanas.

-¿Tenés novio?!- (Véase aquí la desesperación de una abuela envuelta en la congoja de su nieta.)

-No, Chichita. Ojalá! Si fuera así, ya te hubiera llamado... No es nada fácil, viste cómo es. Está complicado. Teneme paciencia...-

-Ay mi amor, quedate tranquila. Vos vas a tener novio en Septiembre.- (A éstas alturas, mi desesperación iba en aumento.)

-¿¡¡En septiembre?!! ¿Por qué suponés eso, Chi?- 

-Porque el año que cumplí 21, lo conocí a tu abuelo en Septiembre y nos pusimos de novios. A vos te va a pasar lo mismo...-

Llámenlo consuelo abuelístico pero la Chicha me tiró una revelación que voy a corroborar dentro de unos meses, cuando el amor primaveral renazca. Sí, ya sé, es estadísticamente imposible que se cumplan sus predicciones pero cuando no hay nada a qué atenerse, encontrás dicha en las palabras de tu abuela que te llena la panza de amor y de té de todos los sabores.

Me tomo el colectivo en la esquina de su casa mientras me despide con un beso. 

-Cuidate, avisame cuando llegues... y cuando tengas novio, también!

martes, 16 de abril de 2013

De cosas celestiales, mermeladas y novios



Tengo una manía que se me hace un tanto irresistible. Además de limpiar como desaforada y no soportar la presencia de unas migas de pan tiradas sobre el piso, conservo un celular que guarda mensajes totalmente desconexos como borradores. En alguna otra entrada ya me referí a las bobadas que andan por allí. Aunque lo cierto es que, a medida que voy dejando esos mensajes en desuso, los voy borrando. El mismísimo acto de rencor que surge cuando te peleás con tu novio. 

Quiero que me entiendan, acá la angustia de mis penas y la causa de un desayuno con muchas tostadas no es ni el novio, ni las migas de pan ni, en todo caso, las tostadas quemadas o la mermelada light que es más fea que la mermelada que viene en frasco de plástico (maldito Cormillot). El motivo de que todavía no me haya sacado el piyama es mi falta de inspiración. Así como lo ven. 

Me dispuse a escribir con toda la energía que podría llegar a surgir un martes, a sabiendas de que me espera una tarde repleta de facultad. Hice casi un acto ritual en donde el té y Silvio Rodríguez deleitaban la escena. Invoqué a las musas inspiradoras para que me tiraran un centro, les guiñé el ojo, les hablé bajito, me las chamuyé. Nada. ¿Así que hoy se hacen las difíciles, eh? ¡Histéricas! Aparecen cuando se les da la gana y yo mientras tanto, busco y rebusco en los borradores de mi celular un indicio, una palabra, un algo que me lleve a escribir.

De ahí es que saco mi inclinación para ser detallista. Me fijo en las frases entredichas, en las conversaciones que siempre te dejan algo más proclive a poner bajo la lupa. Momentos y miradas. Ni siquiera hace falta alzar la voz para que alguien se haga  presente en mi memoria dentro de una multitud que siempre está preocupada en sus yo y que no manifiesta el mínimo interés. Es por eso que cualquier ocasión que me llame la atención la anoto como vieja chusma miradora de Rial. Hoy no encontré nada de eso para deleitarlos. En el top-ten de idioteces escritas abundan las mejores páginas de libros ya leídos, direcciones de departamentos que en algún momento habré pisado y materias con su respectivo número de salón. Básicamente plantillas con números. Creo que se me hubiera dado mejor por las matemáticas. 

Lo paradójico es que después de una seguidilla de días un poquito grises (no mucho, sólo una pizca), esta semana me levanté súper iluminada, y aún así, la inspiración todavía no tocó mi puerta. Corroboré que mi timbre andara bien, que la dirección que le pasé haya sido la correcta. Al parecer, quiere hacerse esperar.  O quizás sea cierto. Y la culpa sea del novio. O del frasco de mermelada. Me justifico mostrándome evasiva para encontrar otras razones. 

Fontanarrosa lo dice clarito: - Mirá, la cuestión de la creación es muy particular. Es una cosa…como te diría…mágica. A mí me pasa así. Yo estoy caminando, andando por la calle, y de repente, tlac, me ilumino, es una luz, una cosa celestial… No sé…es difícil de explicar. 

Me convencí de que la inspiración es una recompensa que tarda en llegar y al final, al final...


jueves, 4 de abril de 2013

Apendi-ciones




Como no podía ser de otra manera, me fui de vacaciones por semana santa y terminé viviendo otra aventura  al estilio mío: épico y con aires de epopeya osada. Pasé más de la mitad de mi estadía en Bariloche en el hospital, mientras me limpiaban el ombligo y me sacaban el apéndice. Tuvimos la suerte de disfrutar el primer día de la mañana a la noche porque a la madrugada se vinieron horas demasiado largas. 

Los médicos me tranquilizaron. Estaba claro que no era el fin del mundo y que las cosas podrían haber sido mucho peor. Tenía la vista de una bella ciudad y la compañía de mi familia, claro. Aunque la bronca no dudó en brotar cuando los km y la distancia de semejante viaje me hicieron volver a la realidad. ¿Qué persona dotada de ínfimos gramos de suerte sufre una internación justo en ese momento? Me dejaron internada, con análisis y en observación; el cuadro era confuso aunque según mi intuición y los presentimientos que suelo despertar, estaba todo más que claro: APENDICITIS (y de ahí directo a mi ejecución.) En teoría, tuve mucho miedo. En la práctica, además de miedo, estaba aburrida y angustiada. Siendo una persona que constantemente busca quehaceres para sentirse mejor, lo peor que me puede pasar es estar quieta con un ambiente que ni siquiera acompaña la escena. A esto se suma la dependencia y necesidad del otro: me recorría la salita con el suero colgando y requería ayuda para trasladarme hasta el baño. Lo más envidiable era mi manjar diario que consistía en suero como desayuno, almuerzo, merienda y cena. 

Mientras deliraba a causa de mi aburrimiento nivel experto y mis dolores retorcidos, se me ocurrió pensar que quizás las cosas fueran distintas si al menos colgaran globos, musicalizaran la habitación para atraer la buena vibra o alguien se disfrazara de teletubbie, así me reía un rato y me olvidaba del calvario de mi panza. ¿Era mucho pedir? Lo sé, a diario muchas personas viven el martirio del encierro, de las camillas con ruido angustiante, de comida sin azúcar ni sal, de suero, de antibióticos, analgésicos y análisis, de batas verdes y de sensación de parálisis  cuando se necesita ayuda para sentarse o calzarse las pantuflas. 

Entonces ahora sí, debo admitir que aprendí. Apelemos a que las experiencias y los momentos singulares que siempre son primerizos nos dejen una enseñanza por ese mismo gustito nuevo que nunca habíamos percibido. ¿Aprendizaje de la vida, quizás? Sin duda lo fue. Y más aún cuando me di cuenta de que aquello que hizo valedera mi estancia en el sanatorio fue el hecho de palpar pequeños momentos que me dejaron marcas en la cabeza y en el corazón.

Compartí la habitación con una señora de unos 70 años que en sus ojos me contaba su vida. Una de sus hijas y dos de sus hermanas se turnaban durante todo el día para cuidarla y mantenerse cerca de ella. Como tantos otros internados, necesitaba ayuda para moverse, bañarse y levantarse de la cama, aunque así y todo, eso no le impidió despertarse cada mañana con el firme propósito de conseguir el alta de los médicos e irse lo más pronto posible a su casa. 

El día que me dejaron libre, el doctor que estaba de guardia me hizo una revisión y concluyó que después de la merienda ya podía marchar. "¡Yo también me quiero ir después de la merienda!", dijo. "Vos tené paciencia que te quedan unas cuantas cenas más por acá, Carmen..." La risa como método de camuflaje no falla, pero en su nostálgica mirada pude ver que después de casi un mes de seguir ahí, las ganas de salir a respirar se potenciaban. La saludé con angustia. Por ella, por las miles de Carmen que hay, que no pierden la fé, que no bajan los brazos y que deben lidiar con las heridas de los años.

Anoche, mientras estaba acostada, me acordé de Carmen, de su camilla ubicada al lado de la ventana como anhelando libertad, de la situación en que la conocí y de las ganas enormes de abrazarla desde acá. Anoche recordé el momento en que giré la cabeza mientras hacía esfuerzos titánicos para dormirme y ví a mi mamá durmiendo entre dos sillas, con un sueño desfallecido y una gran preocupación, pero aún así tomándome de la mano con fuerza. Me estremecí. Todo el amor que recibí en esos días fue gigante. Me sané con mimos y me aferré a creer que en nuestra vida damos aquello que recibimos, y a su vez, cosechamos nuestra  propia siembra. Si tengo una familia tan llena de luz, no pretendo menos que dar luz a los demás. Por eso soy una eterna agradecida con lo que me tocó.



martes, 26 de marzo de 2013

El tesoro de los inocentes



Los 'Había una vez...' suelen ser insistentes en los relatos de amor, así que no resultará extraño oír en más de unas cuantas ocasiones historias similares...

Había una vez un hombrecito que no quería despegarse de aquello que más estimaba: su tesoro. Nuestro personaje se encaprichó tanto con aquella alhaja, que terminó dejando que todo a su alrededor se convirtiera en color gris, mientras quedaba encandilado por el dorado de su esplendor. 

Se olvidó del azul del cielo y de la luz del sol. Desconoció el verde de los árboles y el aroma a brisa fresca que sopla por las mañanas, en donde las flores hacen su mágica aparición tornándose más bellas que nunca. Cada uno de los detalles que conformaban las prioridades de su vida se esfumaron como por arte de magia. Hasta la música se consumió en el menosprecio. Simplemente existía para venerar y resguardar ese tesoro que, en definitiva, no le daba más que un cálido brillo y la ilusión de un par de promesas (rotas). 

Así se mantuvo durante un largo tiempo, amando y odiando. Nunca nada fue tan impredecible como el amor que le brindaba a su alhaja. Amándola porque estando cerca de ella y sintiendo que era de su propiedad se sentía más fuerte, poderoso, distinto y, sobre todo, muy afortunado. Odiándola porque a cambio de darle su amor, naturalmente, él no obtenía lo mismo. Paradoja que nadie logrará explicarnos: ¿Qué es lo que hacía incrementar su admiración si cuanto más la amaba, más distante la sentía? Y no sólo eso: Cuanto mayor era su desenfreno por quererla, más impedimentos para percibir su entorno tuvo que atravesar. Ya no percibía ni los latidos de su corazón.

Tanto se pegó nuestro hombrecito al tesoro que terminó perdiéndolo; casi sin darse cuenta se lo habían arrebatado de las manos, dejándolo en soledad y con una gran pena. Aquí es donde nuestra empatía se hace presente: Nos ponemos en el lugar del personaje, herido, desamparado, sin respuestas que sanen su alma y con una cicatriz que poco tiene para ser envidiada. Pobre... Atinamos a decir cuando somos testigos de los despojos que hace el destino. Pero, ¿su única opción era ser un desgraciado? Quiero decir, ¿no le quedaba otra alternativa?

Para que este hombre (viviendo una descorazonada tan habitual) sea nuestro héroe, deberíamos preguntarle cuáles son sus prioridades. ¿Cuál es la elección que toma? ¿Estancarse en la nostalgia? ¿Anhelar algo que ya no es de él? ¿Dejar de apreciar lo verdaderamente importante? Porque sí, es cierto: El olvido está lleno de memoria. Y va a doler. Va a arrancar pedacitos de nosotros al menos por un tiempo que nunca va apurado. Hasta que nos repongamos, nos levantemos, nos quitemos el polvo y nos demos cuenta de que nada debería saquearnos el resplandor; ni la pátina ni el barniz, ni lo que sea que tengamos.


Si no hay amor que no haya nada entonces.


viernes, 15 de marzo de 2013

Sin condiciones


Nos guste o no, todo el tiempo imponemos condiciones. Nuestras condiciones. Me niego a pensar que hay gente que ama sin condiciones como si fuera posible algo semejante. Quizás suene demasiado ostentoso para los que no creen en el verbo amar y todos sus derivados, pero si cambio la palabra: ¿Se puede querer sin condiciones? Me refiero no sólo al hecho de que un puente no se sostiene de un sólo lado, lo cual resulta obvio. Sino también a la cláusula que funciona como barrera y hace que nos atraigan ciertos rasgos de una persona.

La frivolidad queda a un costado en este caso. O al menos yo decido dejarla al margen. El físico y las cualidades externas no me interesan. Podemos hacer tres millones de identikit diferentes con rasgos diferentes, con características físicas diferentes y aún así sentir lo mismo por tal o cual persona. No nos enamoramos del otro a secas, nos enamoramos del mundo del otro. De su forma de ver las cosas, de distinguirlas y de apreciarlas. Sin darme cuenta estoy siendo totalmente subjetiva: Me enamoro de la forma en que el otro aprecia la vida. He ahí mi condición. Y apreciar la vida para mí significa hacer algo con ella. Hacerle el amor a la vida. Ser un apasionado.

Uno busca casi instintivamente aquella singularidad que hace a la persona especial. Admiramos eso que paradójicamente no tenemos y que por definición nos complementa. El espíritu de libertad absoluta, las proyecciones que tiene sobre el futuro y sobre su superación personal, la paz que irradia cuando mantenemos una charla o cuando simplemente nos está mirando. Miles de ejemplos me quedan chicos.
Y a la vez, solemos ser un poquito exigentes al fijarnos en detalles que, si bien a veces no son condicionantes, nos hacen largar unas cuantas carcajadas conviertiéndose, por supuesto, en la anécdota y el chascarrillo de la merienda mientras alguna larga el "Te acordás ese que...?"
Madre tenía un enamorado que se llamaba Héctor. Juro que cuando me contó sobre él me lo imaginaba cual macho cabrío, guerrero, fortachón. Un Hugh Jackman cualquiera. Pero no. Por más gracioso que resulte no era precisamente el Héctor de Troya, príncipe encargado de la defensa de la ciudad frente a la hostilidad de los aqueos. "El Héctor" era "el Hectitor". El diminutivo ya estaba indicando que no era un especimen colosal, sino más bien un chico de barrio, un buen pibe.

Las buenas intenciones del Hectitor lo llevaron a escribirle una carta de amor a mi Madre. Era una de esas declaraciones que resultan un tanto bochornosas para la pobre alma en pena que la escribió. Aunque soy de las que piensan que el que no arriesga, no gana. Así que desde hoy, el Héctor es una inspiración para mí. Lo que no resultó del todo inspirador para el corazón de Virginia fueron los errores (¿o debo decir horrores?) ortográficos que presentaba el Hectitor. Leer un libro de runas antigüas era más comprensible. Pobre, Héctor, decía Madre mientras lo recordaba. Lo que vale es la intención. Nuestro héroe de epopeya griega terminó siendo un Aquiles con tremendo talón ortográfico.

Ahora yo me pregunto, ¿seguro que lo que vale es la intención? ¿O esa intención pasa a ser condicionante para nosotros? 

jueves, 7 de marzo de 2013

¿Cómo se sentirá tener 21?




Eso me preguntaba quince años atrás cuando mis trenzas largas se posaban entre los pliegues de mi almohada y no podía dormirme imaginando mi futuro. Si me preguntan cuál es mi sueño actual respondo que básicamente pretendo acostarme y levantarme hecha una Emma Watson con un macho como Zac Efron o Jim Sturgess. Hace tiempo atrás mi respuesta hubiera sido bien sencilla, aunque rozando la línea de lo utópico e irrealizable: "Quiero tener 21".

Casi, casi como el título de una película taquillera de Hollywood; no era pretenciosa la pibita. Y hoy mientras me levanto y me veo nuevamente al espejo le respondo a mi alma de niña que así se siente tener veintiuno.

En primer lugar, tengo que estudiar y llenarme de conocimientos mientras me presento a finales y tiemblo como una desquiciada. No soy madre pero dudo que un parto sea peor que el suplicio de la espera eterna. Ni el príncipe azul creo que tarda tanto en llegar. Hace unas semanas atrás, Richi, un amigo, me decía que esperar para rendir en esos pasillos que se convierten en fuentes claustrofóbicas por excelencia, era como transformarse en un astronauta. Encierro total. Desesperación por no saber cuánto tiempo más vas a llevar ahí. Y finalmente, la sensación de que el mundo sigue girando y a vos te importa un mismísimo carajo el mundo. Podría venirse el fin del mundo tranquilamente. Es más, nos haría un favor para zafar de la mesa de exámen.

En segundo lugar, aprender a vivir sola con dos amigas. ¿Sola o con dos amigas? Me refiero a  aprender a vivir con amigas pero a convivir conmigo misma, sin la presencia paternal que te hace las cosas un poquito más sencillas. Mis perros tienen mayor capacidad de susbsistencia que yo. No sé cocinar aunque soy buena para limpiar porque en otra vida, en vez de ser la Reina Isabel I, hija de la mismísima Ana Bolena, fui mucama. De algún castillo de época ornamentado con todos los lujos, eso sí. Pero me la pasé baldeando las escaleras de mármol mientras era la amante de Felipe I de Castilla. O quizás era Cenicienta, quién sabe.

En tercer lugar, sufrir cual Penélope mientras espera el regreso de su marido durante veinte largos años. Bueno, tanto así no se sufre pero esperar, se espera. Ahogo mi llanto en los temas pedorros de One Direction, Shakira en sus años de juventud y David Bisbal, mientras me baño con la puerta abierta y me asomo cada 2 minutos sincronizados para corroborar que ningún fantasma esté esperándome al voltear la cortina. Quiero creer que la racha de hombres que no valen la pena se aleja después de los veinte. Conozco mujeres que ya están pensando en casarse. ¿CASARSE?!! Sos muy lindo pero primero afiancemos nuestra relación, querido granizado de dulce de leche con tramontana.

Ahora, yo le pregunto a esa miniatura de persona que fui (bueno, soy) si le gustaría tener 21 después de todo esto. Dudó un poco pero me respondió con una sonrisa convincente:
-¡Pero si está bueeeeeeeenísimooo!!!!! 


domingo, 3 de marzo de 2013

Desconexión 2.0



Aislarse por completo de los esquemas que nos impone el sistema no es tarea fácil. Mucho menos en vacaciones, cuando pretendemos dejar de lado todo lo que nos conecta al resto y, a la vez, nos resulta casi imposible. Queremos estar en todos lados, todo el tiempo. Vivimos conectados con nombres y apellidos que, muchas veces, son anónimos. ¿Para qué estamos conectados, entonces?

Más allá de las contrariedades, (des)conectarse es una decisión. Algo que nos atrevemos a probar sólo si tenemos ganas y voluntad de alejarnos un poco del arsenal de tecnologías. Aunque, a veces, esa desconexión se da casi por necesidad, si cambiamos el escenario y nos sumergimos, por ejemplo, en una relación. De pares, de amistad, de amor, de loquesea. ¿Por qué nos desconectamos?

En principio, tengo el deshonor de anunciar que sobre tecnologías soy un desastre. Me doy maña sólo por obligación y por la misma presión que yo misma me impongo para no quedar como una salame. Tengo un conocimiento básico (de puro razonamiento lógico nomás) que se basa en distinguir dos polos dentro de una misma conexión. Si uno de los lados está desconectado de la fuente, es obvio que el enlace nunca va a funcionar. 

Aquí es donde aparezco yo en un colectivo, escuchando una conversación entre amigas que me lleva a varios déjà vu del mismo estilo:

-Mi problema con Martín es que los dos queremos cosas distintas. Estamos como desconectados.-

Frases similares escuché una docena de veces. Más allá de saber que el otro, valga la redundancia, "está en otra", no nos damos por vencidos. Le estamos exigiendo que se conecte, que esté en la misma sincronía que nosotros. ¿No nos parece un acto egoísta? 

Lo que me llamó la atención es que la chica del colectivo aceptaba la derrota de esa desconexión. Fue como si estuviera diciendo "El problema está en que yo estoy acá y él allá, y está bien porque por algo es así." Logra confesarlo, logra reconocerlo. Creo que ese es el primer paso para una relación sana. Determinar los límites y los roles que tiene cada uno, saber hasta dónde vamos a aceptar llegar. Más allá de esto, yo no paso. 

Los mismos esquemas que nos imponen desde afuera en cuanto a la tecnología, funcionan de igual manera en nuestras relaciones. Si estás solo, por algo será. Si alguien está en pareja, más allá de las discusiones, de los celos enfermizos y del inevitable desgaste, el amor sigue siendo eterno y para toda la vida. Qué ironía, como si alguien pudiera exigirle garantías de eternidad al amor.


Si bien no amparo los actos egoístas de imposición a la hora de amar a alguien, tampoco me parece justo ser mendigos del amor. Alguien una vez me dijo que el amor por obligación no sirve para nada; y es en este momento cuando me siento armonizando plenamente con semejante frase. Ni exigimos ni mendigamos. El amor es algo natural que sólo se da si esa conexión es mutua, recíproca. Y si no logramos conectarnos, con tanta tecnología dando vueltas, siempre podemos arriesgarnos a encontrar otro enchufe que nos mantenga en línea. 

Por pura casualidad (o causalidad, quién sabe), ayer me instalé con una película que me dejó pensando mucho sobre esto:

-¿Por qué elegimos a personas incorrectas para tener una relación?
-Aceptamos el amor que creemos merecer.

"The perks of being a wallflower"/ (Las ventajas de ser invisible)



martes, 12 de febrero de 2013

Añoranzas de la distancia



Febrero me arrastra a la realidad para marcarme las doce como a Cenicienta. Saludo general para la gran ciudad que se avecina entre carteles de bienvenida y caras largas por el fin de las vacaciones. Aquí estoy nuevamente. Bajé del colectivo y llegué a Rosario con el pecho erguido mientras hacía fuerza para llegar viva con tanto peso encima. Por suerte cuatro manos levantadas me esperaban desde un rinconcito para acompañarme con la carga. 

Llegó la hora de ventilar la casa, de abrir persianas, de matar con Ride las arañitas patonas que se instalan en los huecos, de sacar la ropa de la valija y de ponerse otra vez manos a la obra. Encontrar arena entre los pliegues del bolso puede resultar catastrófico si nos atenemos a los lindos recuerdos playeros que eso conlleva. Lo que daría por volver. Lo que daría por instalar una cabaña frente al mar. Soñar no cuesta nada.

Me sumergí en el papel de chica ruda y valiente con un silencio espectral de fondo y así me fue. Mientras sonaba mi celular, tomé aire, respiré profundo y atendí con mi mejor voz de "Estoy perfecta". Era mi papá.

-Hola....?
-¡Hola, mi amor! ¿Cómo estás?  Acá ya te extrañamos.
-Bien.... (fin de la conversación a causa de un cúmulo de lloriqueos y mocos que largué sin parar.)

Así el regreso se hace difícil. Será cuestión de acostumbrarme nuevamente, después de haber estado más de un mes durmiendo con mis perros y peleando con mi hermana. Casi 21 años y sigo llorando como en primer grado. No puedo con mi sensiblería y mi pegote familiar.

Para sumarle tragedia a la cuestión, una amiga-hermana está a unos cuantos kilómetros de distancia bajo el sol peruano con rumbo directo hacia Ecuador. Una viajera de la vida la piba. Hago malabares para comunicarme con ella mientras me cuenta de los paisajes y de los lugares recorridos. La señal se nos corta, las palabras se nos achican y la bocina de un auto interfiere nuestra conversación. "El año que viene me llevás con vos", le digo mientras cuento los días para volver a verla. 

Voy habituándome de a poco, a fuerza de lágrimas y perseverancia. Anoche volví a hablar con mi familia, mientras de fondo mi hermana gritaba que iba a dormir en mi cama y desordenar toda mi pieza (sabe que odio eso). Mientras les deseaba buenas noches mi papá me contaba que estaban mirando una película. "Poné el mismo canal y mirala también, así nos sentimos más cerca".