lunes, 31 de diciembre de 2012

Aquellas pequeñas cosas



Que la familia no se elige es tan cierto como la libre elección de los amigos para toda la vida. Y así, mi 2012 se tiñó de amor, de gente bonita que estuvo más presente que nunca.
El catálogo de momentos palpitantes y el top ten de los mejores recuerdos del año se los debo. Yo me quedo con este ramo de sonrisas, de miradas que me llegaron al corazón, de sentimientos que se hicieron más fuerte a medida que iba conociendo la compañía más pura y sincera que podría haber imaginado.

No quiero dar un monólogo ni un balance anual, eso queda conmigo bien guardadito para colgarlo en la lista de años inolvidables. Mis doce meses se basaron en la recepción de energía y de un aprendizaje constante para llevar las cargas de una mochila que siempre se alivianó con la fortaleza que me brindaron mis amigos.

Conocí, aprendí, lloré de tristeza y de risa hasta que me doliera la panza, inventé más palabras que un diccionario, compartí todo tipo de abrazos: desde los pequeños que son bien tímidos hasta los más osados que terminan por hacer doler hasta los huesos.  

Y acá estoy terminando un año con una sonrisa nuevamente. Sin cansarme de palpitar esa emoción que conlleva despedirse, extrañar pero seguir queriendo de la misma forma que el primer día.

Si busco sinónimos de Despedida encuentro que las palabras Celebración o Ceremonia, también forman parte del itinerario. Entonces... ¿por qué no tomarlo así? Las despedidas son esos dolores dulces, diría una amiga que lleva tatuado el rock como forma de vida junto con el Indio Solari.


Gracias a ella. Mi querida Negrita con su disgusto por las palabras cursis que forman parte de mi sensiblería de todos los días. Junto con la Señorita Rulitos se hicieron imprescindibles en mis días grises, en mis mañanas con pachorra y en mis pequeños ahogos de vasos vacíos. Las dos engalanando mi 2012. ¿Qué más puedo pedir? Por supuesto que sí: Que permanezcan muchos años más.

Las aflicciones siempre tienen un gustito amargo pero nos acercan a los sentimientos más verdaderos, de eso estoy convencida. Por eso mi brindis es bien sencillo: Brindo por los amigos. Por los buenos compañeros de ruta que son los que están eternamente presentes. Incluso en la distancia, en la ausencia, en el paso del tiempo. ¿Hay, acaso, algo más poderoso que eso?


sábado, 22 de diciembre de 2012

Que todas las lunas sean lunas de miel



—Levantá un momento la cabeza, la almohada es demasiado baja, te la voy a cambiar.
—Mejor sería que dejaras tranquila la almohada y me cambiaras la cabeza —dijo Oliveira—.

“Rayuela”, Julio Cortázar


La propuesta de Horacio Oliveira no nos vendría nada mal. En un año en donde todo acecha con golpearnos y dejarnos heridas de gran magnitud lo importante termina siendo salir a la luz y no morir en el intento, acomodando nuestra cabeza sobre todas las cosas.

Diciembre me contagia de sus melancólicas semanas de trasnoche con reflexiones que varían según el día. Y me encanta. Me encanta sentarme y balancear un año repleto de tantas cosas que tengo la vaga sensación de que fueron dos o tres en uno. El barba hizo dos por uno conmigo. Promoción a mitad de precio con liquidaciones de verano.

Hoy instalo mi almohada para reposar la cabeza y sanar el corazón. Vivo con la perseverancia del convencimiento de las cosas lindas y simples de la vida. Siento cada detalle como el abrazo de aquellas personas que quiero y llevo prendadas en el alma. Y me río sin dejar de creer que los obstáculos que tuve que pasar fueron parte del viaje. Al fin y al cabo de eso se trata la aventura.

Como deseo no pido palabras vacías ni sonrisas fingidas, no pido un brindis que contenga la nostalgia de los días pasados sino la dicha de los que vendrán. Que los corazones se ensanchen y las ilusiones no se ahoguen en promesas vanas. Que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena.

Como regalo, una canción repleta de mucho.



miércoles, 12 de diciembre de 2012

La gula de la ausencia

Tengo un serio problema con las galletitas Frutigran. El envase violeta que viene con chips de chocolate me mira desde la alacena y trato de no tirarle mucha onda porque termino con la mitad del paquete en cuestión de minutos. 

Mi poco talento para la cocina me obliga a tener siempre a mano el alimento de supervivencia elemental mi querido Watson: galletitas y leche, galletitas y yogur, galletitas e infusión. No salgo de las galletitas básicas que compra todo el mundo, las pepas, las surtidas que siempre quedan a la mitad porque las más feas no las come ni el perro, los bizcochos para el mate, las comunachas con mermelada, en fin. Pero cuando voy a la dietética de acá a la vuelta, las Frutigran me llaman desde los estantes anunciando una gula terrenal de galletitas. 

Vuelvo a mi casa para despejar la cabeza de mis adicciones con la esperanza de encontrar alguna otra cosa que no sea alcohol para un borracho en tratamiento y me encuentro con más Frutigran que me sonríen.  Las veo en propagandas, en la tele, en el parque entre mateadas. Esto es demasiado. Es como escuchar el nombre de tu ex por todos lados, como si todo el mundo se hubiese complotado para recordarte lo lindo que es tenerlo presente todavía. Los kioscos se llaman Pepito, la carnicería de la esquina se llama Don Pepito, el graffiti de enfrente dice Pepito te amo.

Y terminás odiando al que te vendió las galletitas, al que puso el nombre del kiosco y al grafitero con sus declaraciones de amor. Luego sobreviene la culpa de la compra o, en su defecto, de la ingesta. Y ya las estás volviendo a extrañar...