domingo, 26 de agosto de 2012

De elegancias y complicidades

Siempre tuve la certeza de que una de mis abuelas era una especie de ying y yang, de blanco y negro, de Branca o Vittone, de Gandalf o Dumbledore, de Hegel o Kant con respecto al resto de las abuelas existentes en éste y otros planetas.

La Abuela Chiqui no es abuela. Es madre, amiga, confidente, cómplice, lo que se quiera menos abuela. Pero no por el rótulo y la labor que implica ser una abuela con todas las letras, sino porque mi abuela podría describirse con  una palabra que siempre tiene un gustito distinto según el contexto: ESPECIAL.

Ser especial es ser algo que otros no son, es ser distinto, es contrastar con el resto y dejar demostrado de esta manera la excepción que rige la regla. Y por ser especial es que tuve que encontrarle un sobrenombre que se distinguiera: La Chicha.

Desde que tengo memoria la Chicha siempre estuvo impecable, una vez que se levanta y hasta que se va a acostar. Se maquilla, se peina, se viste de punta en blanco. Coqueta y presumida, huele a perfume y a cremas de todos los modelos, tipos y patrones. Baila el ritmo que le pidas, se emociona con el tango y no duda en salir a la pista cuando empieza la música.

Encuentra el fin del mundo en una lluvia con granizo y se brota de miedos cuando no le atiendo el celular.  Puede cebarme tres termos de mate sin chistar y llenarme la panza en una tarde con más de lo que como en una semana.

No sólo ella es sinónimo de pulcritud y prolijidad, los rincones de su casa están amoldados a su personalidad de inquieta, de mujer con carácter y temperamento.

Hace veinte años que vive sola en un lugar del que sus tres hijos ya partieron. La Chicha se convierte en pintor, en plomero, en albañil. Siempre y cuando pueda arreglarlo, lo hace. Admiro sus ganas y su fortaleza. Aunque debo declarar que me siento incapacitada totalmente para lograr entender cómo hace para levantarse de lunes a viernes a las 7 de la mañana, caminar 10 cuadras e instalarse en el gimnasio. Pequeñas incógnitas de la vida.

-Ayer me silbaron en la calle... ¡Todavía levanto!- me dice mientras se ríe.

Y nos reímos las dos, juntas, como otras tantas tardes en que la voy a visitar. La miro y muero por decirle que no le tema al tiempo. Que la vida se vive disfrutándola. Y que nunca se olvide de que la quiero así. Como es. Especial.
  

lunes, 20 de agosto de 2012

Luces en la noche



"La vida es eso que pasa mientras esperás que el corte de luz se termine". Eso pensaba mientras me llenaba de velas al mejor estilo santuario después de un corte de luz totalmente inesperado (¿qué corte de luz es esperado?) y en compañía de un silencio muy poco alentador.

Me arreglé con velas que tenía de casualidad, sin linterna, con una línea de batería en el celular que amagaba por apagarse y con una caja de tres míseros fósforos. Lindo momento apto para divertirse y llorar de felicidad.

Algo tan común como la luz cobró mayor sentido para mí en las últimas horas. Resulta obvio y hasta casi irrisorio: conozco dónde vivo, conozco la ubicación de las cosas, sin embargo, no puedo moverme tranquila. El tanteo constante, la inseguridad que implica no saber dónde pisar, dónde buscar, dónde encontrar.

Era la luz la que me acompañaba cuando estaba sola. Leyendo, haciendo ruido, estando presente aún sin que yo lo notara. Es la luz la que me levanta, la que hace que la noche se convierta en algo pasajero cuando no hay planes que seducen.

Quizás el hecho está en que si nos acostumbramos a algo, perdemos esa capacidad de asombro, ese sentimiento de estupor que nos hace tener una valoración de las cosas que contemple mejor lo que nos pasa.

Y probablemente esto también nos sucede en otras tantas, tantísimas situaciones de la vida. La cotidianeidad de tener tanta luz nos ciega de tal manera que cuando nos falta, sólo podemos esperar a que vuelva... otra vez. (Y que sea pronto!!)