miércoles, 4 de julio de 2012

El buen día que más quiero

El sol de la mañana vuelve a conquistar mi ventana. A través de los pliegues de la cortina, de la luz que me asalta de imprevisto, del calor escondido entre los huecos de mis frazadas y el perfume que siempre pongo en la almohada.

Abro los ojos encubiertos intentando simular que estoy dormida. Me estiro y vuelvo a mi posición inicial. Sigo en estado de reposo. La calidez de un nuevo día me atrapa pero no encuentro las fuerzas suficientes para soportar la dificultad que conlleva poner un pie fuera de la cama.

Fiaca. El colchón se volvió más cómodo de lo pensado.

De repente y con apuro, un batallón de huesos pequeños, frágiles y recubiertos de un ligero envase gris se sobresalta en una lucha que me ataca sorpresivamente. Me busca, me persigue, me olfatea.

La guerra está declarada y la bestia persigue su objetivo con mucha tenacidad. Nada de vueltas: Bernardo vino a despertarme.

Sus orejas se infiltran entre las sábanas, sus patas desesperadas por lograr arrebatarme un poco de frazada me enfrentan sin miedo. Me hago la dormida. Insiste y me llora. Me llena de besos, de saltitos indomables, de ternura y fidelidad que encuentro en ese par de ojos grises.

Durante la semana lo extraño tanto que necesito pensarme con él para contrarrestar su ausencia. Le regalo sobrenombres ridículos, queriéndolo cada vez más. Me persigue hasta el cansancio y aún en el cansancio, continúa su búsqueda eterna.

Nos miramos como si entre nosotros no hiciera falta el lenguaje de las palabras. ¿Cómo no voy a querer un compañero así?