lunes, 30 de julio de 2012

Abolir el tiempo, volver atrás





Volví de un viaje que me atrapó por completo. Fue en ese trayecto que implica la vuelta donde mi cabeza se quedó en parálisis, donde la regresión a los pequeños días tan inmensamente lindos fue inevitable.

Siendo bien egoísta: el tiempo no me alcanzó. A nadie le sobran horas de paz y tranquilidad. Para mí que vengo de ciudad en ciudad, en donde el mayor alcance de calma está en una costanera repleta de gente, creo que esto fue de otro mundo.

Doce horas completitas de viaje. Llegué con un buzo abrigadísimo y un gorro de lana: ¿Quién me mandó a ignorar el pronóstico del tiempo? Bienvenidos al clima digno de pileta, ojotas y tereré, mientras en mi bolso asomaban bufandas y  por poco no había orejeras. Tuve que arreglármelas: anduve durante la semana con remeras que había llevado de casualidad. Dos eran de piyama, no quedaba otra.

La humedad del clima, el olor a esa tierra colorada que se adhiere a la ropa, la vegetación en desarrollo, calor, sol, lluvia y así, infinitamente.

Conocí Wanda, el lugar donde nací. Volví a mis raíces, me sentí completa.

Fui testigo de ese lado que muchos ignoran: chicos exigidos a trabajar, sin poder disfrutar de su niñez, sin tener derechos sólo obligaciones. El mundo que no queremos ver está apenas a unos pasos, mientras nos preocupamos por cosas tan insignificantes que al rato pasan a ser completamente inexistentes.

Sus caritas de ilusión forman una imagen guardada con tinta indeleble. Si hay algo que tienen bien presente es la valoración de las cosas. Encuentran la felicidad en pequeñas cuotas, en lo simple y en lo sencillo. En tener como despertador un sol enorme y en sonreír aún en los momentos más difíciles caminando descalzos en libertad.

Quien fuera como ellos.


viernes, 20 de julio de 2012

En un lugar al norte se esconde mi verdad



Esto de las vacaciones y los viajes me puede totalmente. Emigrar para alejarme un poco, para tomar distancia de la carrera que me somete a diario la rutina. La rutina del no parar, la rutina de la ciudad grande venida a más. A más grande, a más ruido, a más gente que vive compenetrada en sus cosas.

Me inclino a pensar siempre que los viajes llegan en el momento justo. En el mejor y en el peor momento.  En el mejor porque es el instante necesario para despejar esa cabeza que corre a mil por hora. En el peor porque nos vemos agobiados hasta el cerebelo y la necesidad innata de cambiar de aires nos surge casi como obligación.

Se extraña, siempre se extraña. Y más cuando venimos acostumbrados al hábito, al mismo ambiente, a las mismas paredes que parece que nos secuestran. El airecito nostálgico nos da la mano pero le sonreímos porque sabemos que esto es temporal. Así me voy traslando, con picardías de proyectos y la tarjeta de memoria de una cámara que me guiña el ojo.

Viajo a un lugar desconocido que me vió nacer y ahora vengo a retribuírle los servicios prestados. Mi tierra natal, mi tierra colorada, Misiones. Quiero sentir bajo mis pies que tanto camino siempre tuvo un por qué y que a pesar de los kilómetros la lejanía me mantiene cerca.

 Esa emoción por percibir, esa inquietante curiosidad bien mía me tiene de sonrisa en sonrisa. Miro fotos y aún no puedo creer. Ese puntito entre la multitud con pelos salvajes y cachetes gigantes era yo. Veinte años después, vuelvo. ¿Cómo se sentirá?


martes, 10 de julio de 2012

No saber qué inventar para llenar las horas


Cuando era chiquita, me acostaba y me tapaba hasta las orejas esperando a mi papá que no iba a dormirse sin antes darme el beso de las buenas noches. Ni siquiera tenía que hacer demasiado esfuerzo por no dormirme porque inconscientemente tenía incorporada la espera de ese saludo. Era (y sigue siendo, aunque lejos) como una bendición. La bendición de las buenas noches, el beso tierno que lleva escondido la artillería pesada para dormir a Antonella.

Y recibía el beso, con regalos siempre. Caricias, abrazos, palabras. Sólo después de eso me dormía. Me dormía, o al menos hacía el intento. Esperaba. ¿Qué era lo que esperaba? Siendo chica, esperaba que llegara el sueño personificado, haciéndome bostezar, cerrándome los ojos y dando por finalizado mi día. Esperaba dormir. ¡Hasta para eso había que esperar! Aprendí y tomé nota: Punto Nº1, acá se espera para todo. Impacientes abstenerse.

Había noches en que simplemente ese sueño inventado por mí no llegaba jamás. Era una espera interminable. Me concentraba y hasta me convencía de que pronto iba a estar descansando, de que ese insomnio estaba en su tramo final. Cuanto más lo pensaba, menos resultado me daba. O el colchón se volvía de piedra, o la almohada pasaba a ser incómoda. Hacía frío y me buscaba más frazadas. Hacía calor y sacaba una de mis piernas afuera de la cama. Giraba unas docenas de veces, lado izquierdo, lado derecho, boca arriba, boca abajo. No hay salida.

Mi cabeza volaba y mi imaginación no tenía fin. Esperaba y el sólo hecho de pensar y ser consciente de que estaba esperando, no me traía ninguna solución. Al contrario, empeoraba y alargaba mi vigilia eterna.

Ese desvelo que parece no tener fin es el mismo de hoy. Esperando, siempre esperando. La vida misma es esa espera incierta. Lo malo es que no depende de nosotros. Que pese a conocerla, ella es la que decide cuándo irse, cuándo aparecer, cuándo volver. Lleva como acompañante al tiempo, su mejor aliado.

Vamos bien despiertos sabiendo que nos falta algo y que el único reparo es la espera. Una enemiga constante para la impaciencia que nos oprime. Cronometremos relojes, la espera no viene apurada.

Y mientras tanto, espero. Espero ese no-sé-qué- sin nombre que ciertamente no va a devolverme las horas en vela, sino que va a sacarme el sueño una vez más.

"(...) cada vez más resuelto a prolongar la espera,
y a esperar,
y esperar,
y seguir esperando
con tal de no acercarme
a la aridez inerte,
a la desesperanza
de no esperar ya nada;
de no poder, siquiera,
continuar esperando."
 


 [Espera, Oliverio Girondo]



sábado, 7 de julio de 2012

Ese lunar que tienes, cielito lindo...


Lunares. Soy adicta a los lunares. Siempre llamaron mi atención. Marcas en la piel, cicatrices, manchas.. ¿Cómo llamarlos? Rastros de vida, les diría yo. Porque al fin y al cabo, ¿quién no tiene uno? Unos cuantos.

Los miro de lejos, algunos escondidos, otros bien evidentes. Al alcance de la mano. Una marca, una imperfección perfecta que me encanta. Formo dibujos cuando se agrupan, olvido su paradero y vuelvo a descubrirlo pronto.

En cada una de las personas que conocí, encontré uno distinto. En el cuello para llenarlos de besos, en la espalda para acariciarlos, en la panza para acompañarlos de cosquillas, en  el brazo para enumerarlos y contarlos hasta el cansancio. Siempre hay alguno que quiere hacerse notar y se instala en el rostro. En las mejillas, cerca de los labios, de los ojos...

Como todos: algunos solitarios e instalados en un radio de 20cm a la redonda sin rastro de compañía, otros amontonados y pegoteados para sentirse comprendidos, para hallarse en sociedad.

Me olvido de recuerdos, de nombres, de palabras, de cosas entredichas, de miradas que a veces no perduran. Me olvido de los días, de los meses, de las fechas. De los tiempos que pasaron y no vuelven jamás. Del calendario que aún sigue colgado y no me hace reaccionar.

Julio. Mes Siete. Olvidos y desmemorias oportunas. Me olvido. De los lunares que conocí, jamás.


miércoles, 4 de julio de 2012

El buen día que más quiero

El sol de la mañana vuelve a conquistar mi ventana. A través de los pliegues de la cortina, de la luz que me asalta de imprevisto, del calor escondido entre los huecos de mis frazadas y el perfume que siempre pongo en la almohada.

Abro los ojos encubiertos intentando simular que estoy dormida. Me estiro y vuelvo a mi posición inicial. Sigo en estado de reposo. La calidez de un nuevo día me atrapa pero no encuentro las fuerzas suficientes para soportar la dificultad que conlleva poner un pie fuera de la cama.

Fiaca. El colchón se volvió más cómodo de lo pensado.

De repente y con apuro, un batallón de huesos pequeños, frágiles y recubiertos de un ligero envase gris se sobresalta en una lucha que me ataca sorpresivamente. Me busca, me persigue, me olfatea.

La guerra está declarada y la bestia persigue su objetivo con mucha tenacidad. Nada de vueltas: Bernardo vino a despertarme.

Sus orejas se infiltran entre las sábanas, sus patas desesperadas por lograr arrebatarme un poco de frazada me enfrentan sin miedo. Me hago la dormida. Insiste y me llora. Me llena de besos, de saltitos indomables, de ternura y fidelidad que encuentro en ese par de ojos grises.

Durante la semana lo extraño tanto que necesito pensarme con él para contrarrestar su ausencia. Le regalo sobrenombres ridículos, queriéndolo cada vez más. Me persigue hasta el cansancio y aún en el cansancio, continúa su búsqueda eterna.

Nos miramos como si entre nosotros no hiciera falta el lenguaje de las palabras. ¿Cómo no voy a querer un compañero así?