miércoles, 11 de agosto de 2010

Y ahora te sigo a toda hora


Te conocí un día de primavera en el que según vos, las musas, ninfas y todos los dioses del Olimpo se habían puesto de acuerdo para darnos cita ese mismo día, en ese mismo lugar y a esa misma hora.

Eras mi primer amor. En realidad, nunca lo supe, hasta el día de hoy en el que me encuentro sentada retratando aquél momento que tuvo demasiadas coincidencias. Mejor me retracto de lo que dije anteriormente porque en el improbable caso de que leas esto, vas a auto-convencerte para reaparecer y tocar con dos sutiles golpes la puerta de mi departamento, a sabiendas de que el timbre no anda hace seis años por falta de voluntad mía y tuya también. Y en ese acto de reaparición momentánea vas a criticar mis palabras escritas renglones arriba para poner en práctica tu orgullo insistente que siempre me superó. Para vos todo fue el destino y las meras coincidencias no existían.

Éramos dos desconocidos que querían treparse a la aventura de sentirse, abrazarse, besarse, olerse... Dos desconocidos que dejaron de serlo el día en que descubrieron que uno se reflejaba en el otro. Dos desconocidos que querían tomarse de las manos, y andar entre el campo y la escarcha, sonriendo, con un paisaje de novela que alumbrara sus amaneceres y con sus cabellos moviéndose a causa de la suave brisa que hacía entumecerlos por completo.
Nos entendíamos con miradas, nos soñábamos despiertos, nos deseábamos por completo... Éramos la auténtica figura de la pasión, de la entrega intacta, de las ansias de poseerse. Éramos la poesía de un artista y la balada de un compositor. Éramos lo que queríamos ser. Jóvenes, insensatos y libres.

No teníamos más que el calor de sentirnos poseídos, de recibir aquél frenesí con aires recíprocos, mutuos, correspondidos… Nos amábamos. Amábamos cada partícula que nos envolvía, cada atardecer que compartíamos, cada arrebato de ternura que nos entregábamos...